Pablo Bermejo

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9 de mayo de 2009

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]H[/fusion_dropcap]ace unas semanas quedé con un amigo en un bar para tomar una café y contarle una buena noticia. Nos sentamos en una esquina de la barra y comenzamos a hablar. Al final de la barra había una máquina tragaperras y un hombre estaba jugando a ella. A lo largo de mi conversación con mi amigo me fui dando cuenta que este hombre no paraba de girar el cuello bruscamente de vez en cuando para echar una vista panorámica de todo el bar. Como estaba prácticamente enfrente de mí, cada quince segundos se giraba y me miraba; parecía que le enfadase que yo viese que estaba jugando a la máquina. Fue a raíz de eso que me di cuenta que ya llevábamos media hora en la barra y él seguía echando monedas sin parar. Nunca me han gustado este tipo de máquinas por lo ruidosas que son; tanto si es partida ganadora o no, parece que suena una sirena de ambulancia o de alarma. No creo que ese hombre me hubiera llamado la atención si no fuera por lo incómodo que me hacía sentir cada vez que se giraba para comprobar quién le estaba mirando, y parecía que éste retroalimentaba su propio miedo cada vez que observaba el bar.

A todo esto, llegó una mujer que por lo visto le conocía y le saludó. Ella le dijo que le invitaba a un café y él aceptó. En ese momento me hizo gracia porque le había parado las alas, pero entonces hizo algo cuya explicación ya depende de la interpretación del lector: acababan de servirles el café y él dijo que volvía enseguida. Pasó cerca de un cuarto de hora, la chica se había tomado el café, pagó y se fue dejando el café de su amigo sin probar en la barra… Mi amigo Pedro y yo nos despedimos y durante estos días he sacado mis propias conclusiones.

Ese hombre bien pudo haber salido para hacer una llamada urgente; pero por el aspecto que tenía después de casi una hora jugando a la máquina, creo que se fue a otra parte a seguir jugando. Tanto si es así como si no, me pareció volver a mi niñez porque hacía tiempo que no veía a gente jugar tanto tiempo a las tragaperras. Esto es un vicio muy extendido: luces llamativas, sonidos altos y agudos y la promesa de dinero fácil. Muchas de estas personas pierden toda su voluntad al ver las luces de las máquinas y cambiar un billete de 20 euros pero con la intención de sólo gastar 1…

Por desgracia, el vicio del juego hoy ha avanzado un paso más debido a Internet. Si hay algo más peligroso que el vicio en sí, es que éste sea anónimo. El vicio anónimo se enfrenta a una sola persona, sin defensas y posiblemente con el sentimiento de culpabilidad nulificado a conciencia. Todo lo que hace falta para dejarse el dinero en juegos de azar online es una tarjeta de crédito y un saco vacío de voluntad.

Todo problema es digno de tratarse en serio, pero los educadores de hace 20 años hasta ahora no han tenido en cuenta el arma en que se iba a convertir Internet. Así que, al igual que a todos nos han repetido mil veces que no hay que ver la televisión antes de estudiar, ahora hace falta advertir de la infinidad de peligros que aporta la preciada libertad y acción anónima en Internet. Hoy hay personas que no pueden pasar el día sin conectarse y jugarse 100 euros, ver 15 capítulos de teleseries o ver varias películas pornográficas; todo de forma fácil y anónima sin que nadie pueda echarles una mano.

Así que, junto a los problemas de siempre van apareciendo nuevos. Ni unos ni otros son más importantes, pero conviene tenerlos identificados para así poder educar mejor a nuestros jóvenes.

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