Manuel de Diego Martín
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31 de julio de 2010
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Ayer salieron para Santiago de Compostela ciento sesenta y cinco jóvenes, chicos y chicas, de nuestras diócesis de Albacete, acompañados por algunos sacerdotes y seminaristas para unirse al Encuentro Europeo de Jóvenes que se celebra este año allí. También nuestro obispo D. Ciriaco caminará, mochila al hombro, alguna jornada para vivir esta peregrinación juvenil. Estos jóvenes vivirán días de ilusión, de esfuerzo, de esperanza, de búsqueda, de nuevas e insólitas experiencias. De sus gargantas saldrán cantos de júbilo cuando lleguen a atisbar desde el Monte del Gozo las torres de Santiago. Un poquito más para llegar abrazarse con el Apóstol. Un poco por propia experiencia, y sobre todo por muchas confidencias, he comprendido el impacto que esta experiencia tiene en muchos corazones para marcarles toda su vida.
El papa Juan Pablo II en su histórico viaje a Compostela pronunció aquellas proféticas palabras que tanto han dado que hablar cuando se estaba gestando la redacción de la nueva Constitución Europea. Decía el Papa: “Que Europa no pierda sus raíces cristianas”. Efectivamente, el camino de Santiago, su historia, sus iglesias románicas, las creaciones artísticas y literarias de este continuo peregrinar, nos están hablando de un pasado muy rico y hermoso, nos están gritando nuestras raíces cristianas. ¡Qué gozada ver que estos jóvenes de Albacete, que tantos jóvenes de España y de toda Europa viajen al encuentro de sus raíces cristianas!
Mientras estoy haciendo esta reflexión contemplo al vivo el botellón en la plaza de mi barrio. Y me pregunto: ¿Con qué tradición cultural y religiosa engancha todo esto? Algunas noches de insomnio he seguido el botellón en todas sus secuencias. A las doce comienza a prepararse, ves llegar a grupos de chicos y chicas con sus bolsas en las que llevan la bebida. Me hace gracia ver a las chicas escanciando el licor, y con el cigarrillo en la boca como intentando agradar y decir a los que están a su lado, ¿veis qué guapa estoy? Al principio todo es armonía, se saludan unos y otros, se besan, hablan, ríen. Los móviles y sus destellos tienen también su lugar. La plaza está que no cabe un alfiler. A las cuatro de la mañana ya es otro el cantar. Hay huecos en la plaza, unos gritan, otros dicen palabrotas, hasta oyes insultos, algunos se ponen a cantar a todo pulmón, y no falta quien tiene la moto cerca y la pone a toda pastilla. Ves a chicas a quienes los chavales llevan un poco forzadas, supongo que hacia lugares íntimos. Y la pared de enfrente se convierte en un meadero público. A las siete quedan pocos y los que quedan no pueden con su alma, pero ya tienen que irse. El lugar parece un estercolero, pero llegan los camiones de la limpieza y aquí no ha pasado nada.
Ahora me vuelvo a preguntar, Esto ¿con qué tradición engancha? Yo no lo sé. A mi me parece que con ninguna, tal vez con las fiesta del dios Baco. Me parece todo una pérdida de tiempo. Energías jóvenes que encauzadas pudieran ser fuentes de vida, de un futuro esplendoroso y que aquí se queda en nada, en complicar la vida, la noche a los vecinos, y al día siguiente a sus madres con el consiguiente desarreglo de casa que esto conlleva. Si tuviera dieciocho años, lo digo con el corazón en la mano, me gustaría más peregrinar a Santiago que meterme en el botellón.