+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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15 de enero de 2011
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]H[/fusion_dropcap]oy, día 16, celebraremos en la Iglesia católica la Jornada de las Migraciones. El papa Benedicto XVI y los obispos de la Comisión de Migraciones hemos escrito sendos mensajes con este motivo a nuestros fieles. Esta carta no es para hablar sobre vosotros, sino con vosotros. A algunos os conozco; a otros muchos no, pero ninguno me sois indiferentes. Me alegra que desde nuestras parroquias e instituciones se mantenga con muchos de vosotros una relación fraterna y comprometida. Recientemente, visitando pastoralmente las aldeas de la Sierra, tuve la grata sorpresa de encontrar que casi todos los ancianos enfermos o impedidos que visité estaban siendo cuidados por mujeres inmigrantes: un servicio magnífico e impagable.
Queremos comprender las razones que os empujaron a cruzar el océano o a salvar la distancia entre vuestros países y el nuestro. “Nadie puede poner fronteras a nuestra hambre”, decía hace sólo dos años Brahim, uno de los pocos supervivientes del naufragio de una patera. Nos hacemos cargo no sólo de las penalidades de vuestro itinerario sino de las dificultades de la vida diaria, sobre todo de quienes os encontráis en una situación irregular y precaria, agravada ahora con la crisis económica. A ello se suma la separación de la familia y las dificultades para la reagrupación, el idioma o la adaptación a una cultura diferente. Nos duele veros a algunos vagando sin rumbo, sin saber qué camino tomar.
El Papa Benedicto XVI, que ha calificado al hecho de las migraciones como “fenómeno estructural de nuestra sociedad” nos recordaba en el mensaje de este año el mandato del Señor de hacer de todos los pueblos una sola familia.
Queremos, para los que compartís nuestra fe, que en nuestra Iglesia de Albacete, en la parroquia en que vivís, encontréis vuestra casa y vuestra familia en la fe; que nuestra Iglesia os ayude a experimentar el amor de Dios, toda su ternura y su cariño a través de los hermanos. Nuestra Iglesia y nuestra sociedad necesitan de vosotros. Con vuestra fe sencilla y honda y con vuestro trabajo – los trabajos más duros y humildes en muchos casos- podéis ser luz en esta sociedad y en nuestra Iglesia. Nosotros también necesitamos volver a descubrir el gozo de la fe y el compromiso de anunciar la Buena Noticia a los pobres, ser una Iglesia más viva y solidaria. Contamos con vosotros.
Nuestra Iglesia quiere ser también casa abierta para quienes profesáis otros credos. Acoger significa reconocer vuestra dignidad, abriros el corazón, ofrecer lo que somos y tenemos: “En la Iglesia nadie es extranjero” (Juan Pablo II). Sabed que no sólo contáis con nuestro respeto, cariño y ayuda, sino que queremos estar abiertos a acoger lo mejor de vuestra cultura y de vuestras creencias, como esperamos que lo hagáis vosotros con las nuestras. El mismo respeto que quisiéramos para los cristianos en aquellos países en que no existe libertad religiosa es el que pedimos para vosotros aquí. Los creyentes de las distintas religiones podemos ofrecer juntos a la humanidad del tercer milenio aquellos valores espirituales y transcendentes comunes que ésta necesita recobrar para fundamentar el proyecto de una sociedad digna del hombre. Tenemos que trabajar juntos por la paz y el entendimiento entre los pueblos y culturas. Con vosotros queremos exigir el respeto a vuestros agrados derechos.
Uno no pretende dar lecciones, sino, más bien, aprender. Pero permitidme que os diga que no quisiéramos veros recluidos en ghettos. Eso empobrece y favorece la agresividad. Tampoco abogamos por una asimilación que llevaría a la disolución de vuestra identidad personal y colectiva. Entre ambos extremos se sitúa la integración, ese proceso delicado que hemos de lograr entre todos para que la incorporación a nuestra sociedad no suponga la renuncia a los rasgos fundamentales de vuestra identidad. La verdadera integración respeta el derecho a la diferencia, favorece el mutuo intercambio cultural y evita la desintegración. Ello os facilitará asumir nuestros hábitos democráticos, el aprecio por la libertad, las reglas de convivencia del país que os acoge. Y nos obliga a nosotros a un esfuerzo de comprensión y respeto a la diferencia. Será triste que acogierais de nosotros sólo el consumismo, el relativismo del “todo vale” o el materialismo.
Queremos seguir afirmando el derecho a emigrar, como siempre ha proclamado la Iglesia católica, que no es incompatible con armonizar las necesidades de los que llegan con el bien común de quienes los reciben. Regular es administrar equitativamente las necesidades de unos con las posibilidades de otros.
Queremos seguir afirmando el destino universal de los bienes “Dios ha dado la tierra al género humano para sustento de todos sus habitantes sin excluir a ninguno”. Compartir con el necesitado es un postulado de justicia, máxime si los pueblos ricos tienen su parte de responsabilidad en el empobrecimiento de los pueblos pobres. Y queremos seguir denunciando cualquier forma de explotación, racismo o xenofobia.
En los pasados días de Navidad he pensado muchas veces en vosotros y por vosotros he rezado. Esos días tan entrañables, que a todos nos gusta celebrar al calor de la familia, han sido, como me decíais alguno, especialmente duros para vosotros, lejos de vuestros países y de vuestros seres queridos. Para vosotros también ha nacido Jesucristo, para iluminaros con su luz y envolveros con su amor. Él, que vino al mundo en una gruta y fue puesto en un humilde pesebre, “porque no había sitio para ellos en la posada”, también experimentó, al poco de nacer, la emigración forzosa: “En el drama de la familia de Nazaret, obligada a refugiarse en Egipto, percibimos, la dolorosa condición de todos los migrantes… y de toda familia migrante: las penurias, las humillaciones, la estrechez y fragilidad de millones y millones de migrantes, prófugos y refugiados” (Benedicto XVI ).