+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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2 de mayo de 2009
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l domingo, día 3, celebra la Iglesia la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. La celebramos en plena Pascua florida, cuando la Vida vence a la muerte y la naturaleza se viste de fiesta. Coincide la Jornada con el domingo llamado «del Buen Pastor», del Pastor que da la vida, porque sólo se puede hablar de las vocaciones en clave de vida, de alegría y de generosidad.
Una de las palabras más hermosas que Jesús pronunció fue «sígueme». Llevaba un acento personal e intransferible. Sonaba a requiebro amoroso, a oferta de amistad. Aunque haya épocas en que parece que nos volvemos sordos, Dios, que es amor, no deja de llamar.
Nos llama el Señor a todos los cristianos a la apasionante tarea de prolongar su misión. A los laicos, para estar en medio de las realidades temporales a fin de ordenarlas según el proyecto de Dios. A los sacerdotes, para perpetuar en medio de la comunidad su presencia de Pastor. A los consagrados en la vida religiosa o secular, para seguirle en una vida pobre, virginal y obediente, prolongando de manera radical el servicio de Cristo y haciendo visible en nuestra tierra los valores del Reino futuro.
Aunque el bautismo es ya una consagración, cuando hablamos de vocaciones de especial consagración nos referimos a la vida sacerdotal y a la vida consagrada, en su doble forma, secular y religiosa.
El lema de esta Jornada, que celebramos en el año dedicado a San Pablo, está tomado de una de las cartas del Apóstol, escrita en el atardecer de su vida apostólica con la sinceridad y la frescura de un testimonio personal: “Sé de quién me he fiado” (2 Tim. 1,12). Es lo que, salvando la distancia podrían repetir miles de sacerdotes, religiosos, religiosas y miembros de institutos seculares. Vale la pena fiarse del Señor, que nunca defrauda.
«Fiándome de Él di el salto en el vacío y me entregué a su voluntad. Nunca me he arrepentido de ello». (Mariví Garballo, de la Compañía de María, misionera en África).
“Tu llamada la sentí poco a poco, despacio, como cuando amanece… Así me di cuenta de que lo único que podía llenar mi vida era consagrarla a Ti y ayudar a otros a encontrar el sentido de su vida”. (Pilar Arteagabeitia, de las Esclavas del Divino Corazón).
Cuando uno escucha testimonios como los anteriores, cuando se encuentra con vidas tan llenas como éstas, a las que podrían sumarse muchos miles más, da pena que puedan existir personas que arrastren una existencia vacía, a ras de tierra, solitarios en medio de la multitud. Es necesario que ofrezcamos a las nuevas generaciones ideales que valgan la pena, razones hondas para vivir, una explícita y vigorosa experiencia de fe. Sólo así podrán ser tierra fértil en que prenda la llamada del Señor.
A lo largo de mi ministerio episcopal he tendido la alegría de presidir varias veces la profesión religiosa de jóvenes que se consagraban de por vida al Señor, a la Iglesia y al servicio de los hombres. En un mundo en que se idolatra hasta el paroxismo el tener, el gozar y la más absoluta autonomía humana, el gesto de estas personas era una proclama silenciosa de que habían encontrado el tesoro escondido por el que vale la pena dejarlo todo. En un contexto cultural en que se nos ha ido haciendo creer que el hombre es incapaz de compromisos estables, porque todo cambia, su gesto era una afirmación sin fisuras de la capacidad del hombre de compromisos definitivos, más allá de la oferta y la demanda a que nos tienen acostumbrados el mercado y la moda. Gestos así manifiestan la grandeza y dignidad del hombre, su verdad más profunda.
Dicen los sociólogos que vivimos en un tiempo abundante en profesiones, pero escaso de vocaciones, que empiezan a faltar hasta vocaciones para el matrimonio. La génesis y la historia de de toda vocación cristiana está en un corazón que arde.
Las vocaciones de especial consagración son una riqueza inmensa en nuestra Iglesia y, por el contrario, su disminución supone un grave empobrecimiento, que ha de dolernos profundamente. La certeza de que el Señor no abandonará nunca a su Iglesia no debe eximirnos de orar insistentemente y de trabajar con toda generosidad en favor de estas vocaciones.
Dad gracias a Dios por los buenos sacerdotes con que cuenta nuestra Diócesis de Albacete, por los cinco monasterios de vida contemplativa, por los cientos de religiosas y religiosos y miembros de institutos seculares que, en parroquias urbanas o rurales, poniendo alma y corazón en la atención a los ancianos y enfermos, en los lugares donde es más dura la marginación o en el arduo campo de la educación, entregan su vida con admirable generosidad y alegría. Ellas y ellos constituyen el rostro más atractivo de nuestra Iglesia.
Oremos hoy y todos los días “al dueño de la mies para que siga enviando obreros a su mies”.