+ Mons. D. Ángel Fernández Collado
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15 de enero de 2022
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]D[/fusion_dropcap]omingo II del Tiempo Ordinario – Ciclo C
S.I. Catedral de Albacete,16 de enero de 2022
La Iglesia celebra en este domingo la Jornada de la Infancia Misionera con el lema: “Jesús, luz del mundo”. Es una obra de apostolado, dependiente de las Obras Misionales Pontificias, aprobada por el Papa Pío XII, que nació ya hace muchos años y que involucra a los niños en la actividad misionera, oracional y solidaria de la Iglesia. Esta Jornada quiere promover la ayuda recíproca entre los niños de todo el mundo. Una Jornada, en la que miles de niños de los cinco continentes se sienten misioneros y enviados por la Iglesia. En ella, los niños son los protagonistas que quieren misionar y ayudar a otros niños. Ellos quieren ofrecerles ayuda material y ayuda espiritual. Es como una ayuda solidaria de los niños con más posibilidades para otros niños con menos recursos. Es, sin duda, una forma de iniciar a los más pequeños de nuestras comunidades parroquiales en la solidaridad y la fraternidad activa que todos los cristianos debemos de tener, tal como nos enseña Jesucristo. La Infancia Misionera, como escuela de fe y de solidaridad, enseña a los más pequeños a dar testimonio de su fe y a ayudar a los misioneros que atienden a los niños más necesitados y que tanto sufren en muchas partes del mundo.
¿Qué se pide a los niños cristianos en este día? Tres cosas: lo primero, rezar por los misioneros para que nunca les falte la fuerza de Dios y, al mismo tiempo, rezar por los niños que ellos cuidan con tanto cariño; segundo, donar parte de sus ahorros porque los misioneros necesitan ayuda para poder cumplir sus tareas evangelizadoras, de promoción humana y social; y, tercero, lo más importante: que sean ellos mismos pequeños misioneros.
La Jornada de la Infancia Misionera ha de ser también un motivo de reflexión para los mayores, porque somos nosotros, los mayores de edad en la familia, los que tenemos que transmitir la fe a los pequeños. Sin esta transmisión de padres a hijos es muy difícil que el niño busque, valore y viva su fe, ni de niño ni cuando sea adulto, precisamente porque no ha tenido experiencia de la misma en su propia vida familiar.
También en este domingo II del Tiempo Ordinario el Evangelio nos deja ese primero de los signos que Jesús realizo, el pasaje de las Boda de Cana. Esta ciudad está a poca distancia de Nazaret, lugar donde vive la Virgen María. Por amistad, o por relaciones familiares, María, acompañada por Jesús y algunos de sus discípulos, se encontraba presente en este gozoso acontecimiento familiar.
Comenzó la fiesta y, por falta de previsión o por una inesperada afluencia de invitados, faltó el vino. La Virgen se da cuenta de que el vino escaseaba y le pide a su Hijo, Jesús, que les ayude. Entonces, según nos narra el evangelista san Juan, tiene lugar un diálogo lleno de ternura y sencillez entre la Madre y el Hijo (Jn 2,1-12).
De primera Jesús es reacio a la petición de su Madre. Parece como si Jesús fuera a negarle a María lo que le pedía. Pero la Virgen, que conoce bien el corazón de su Hijo, actúa como si hubiera accedido a su petición inmediatamente, y les dice a los sirvientes: “Haced lo que Él os diga”. María es la Madre siempre atenta a todas nuestras necesidades. El milagro tiene lugar porque la Virgen ha intercedido.
¿Por qué tendrán tanta eficacia los ruegos de María ante Dios? Las oraciones de los santos son oraciones de siervos, en tanto que las de María son oraciones de Madre. Es ahí de donde procede su eficacia y autoridad: es María, su madre quien se lo pide, y como Jesús ama inmensamente a su Madre, accede a poner remedio a esa necesidad. Nadie pide a la Santísima Virgen que interceda ante su Hijo en favor de los entristecidos nuevos esposos. Con todo, el corazón de María, que no puede menos de compadecerse de las personas necesitadas de ayuda, la impulsó a encargarse por sí misma del oficio de intercesora y pedir al Hijo el milagro, a pesar de que nadie se lo pidiera. Si la Madre obró así sin que se lo pidieran, ¿qué hubiera sido si se lo hubiesen pedido? ¿Qué no hará cuando le decimos constantemente “Ruega por nosotros”? María es la Madre de Jesús y su Hijo es Dios y nada puede negarle. Ella está siempre pendiente de nuestras necesidades espirituales y materiales; desea, incluso más que nosotros mismos, que no cesemos de implorar su intervención ante Dios en favor nuestro. “Ruega por nosotros”.
¿No tendríamos que acudir con más frecuencia a la intercesión de María? ¿No deberíamos poner más confianza en la petición, sabiendo que Ella nos alcanzará lo que nos es más necesario? Si consiguió de su Hijo el vino, que no era absolutamente necesario en la Boda, ¿no va a remediar tantas necesidades urgentes y reales como tenemos?
El evangelista San Juan, en dos momentos y lugares diferentes llama a la Virgen María: la “Madre de Jesús”. La primera es en el relato de las Bodas de Caná. La siguiente ocasión será en el Calvario. Entre los dos acontecimientos Caná y el Calvario hay diversas analogías. Uno está situado al comienzo y el otro al final de la vida pública de Jesús, como para indicar que toda la obra del Señor está acompañada por la presencia de María. Ambos episodios señalan la especial solicitud de Santa María hacia los hombres; en Caná intercede cuando todavía “no ha llegado la hora”; en el Calvario cuando ofrece al Padre la muerte redentora de su Hijo, y acepta la misión que Jesús le confiere de ser Madre de todos los creyentes.
Siguiendo el relato evangélico de las Bodas de Cana, vemos como sirvientes obedecieron con prontitud y eficacia, llenando las tinajas de agua hasta arriba, y por este gesto de llenar las tinajas y dentro de las tinajas el milagro se hizo realidad. Ahora es cuando Jesús hace otro mandato a los sirvientes: «Sacad ahora el vino y llevádselo al mayordomo». Y la fiesta continuó con el mejor vino existente.
Como el agua, también nuestras vidas eran insípidas y sin sentido, hasta que Jesús llegó junto a nosotros y nosotros nos acercamos a Él. Su corazón lleno de amor penetró en el nuestro. Él transforma nuestro trabajo, nuestras alegrías y nuestras penas; hasta la muerte es distinta junto a Cristo. El Señor con su presencia en nosotros convierte en vino riquísimo nuestras actividades y trabajos, que de otra manera permanecerían sobrenaturalmente estériles. La presencia de Jesús y de María en la Boda imprimen un gozo especial. “Llenad de agua las tinajas”, nos dice el Señor. No dejemos que la rutina, la impaciencia, la pereza, dejen a medio realizar nuestros deberes diarios.
Ciertamente, Jesús pudo realizar igualmente el milagro con las tinajas vacías, pero quiso que los hombres cooperaran con su esfuerzo y con los medios a su alcance: llenar con agua las tinajas. Luego Él hizo realidad el prodigio, por petición de su Madre. ¡Qué alegría la de aquellos servidores obedientes y eficaces cuando vieron el agua transformada en vino! Son testigos silenciosos del milagro, como los discípulos del Maestro, cuya fe en Jesús quedó confirmada al darse cuenta del milagro realizado por Jesús.
Jesús no nos niega nada; y de modo particular nos concede lo que solicitamos a través de su Madre. Ella se encarga de enderezar nuestros ruegos si van algo torcidos, como hacen las madres. Siempre nos concede más, mucho más de lo que pedimos, como ocurrió en aquella boda de Caná de Galilea.
Vivamos nuestra vida cristiana muy cerca de Jesucristo y de María. Ellos acompañan nuestro caminar y transforman delicada y milagrosamente nuestro corazón llenándolo de amor, y haciéndole visible con nuestras obras y palabras.
Ángel Fernández Collado
Obispo de Albacete