+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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5 de marzo de 2022

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]V[/fusion_dropcap]alencia, 06 de marzo de 2022

         La Cuaresma es un tiempo de conversión. La conversión es una actitud interior, propia del cristiano, que hemos de poner en práctica todos los días, pero que acentuamos de manera especial en este tiempo de Cuaresma. Queremos convertirnos. Hay que cambiar desde dentro, cambiar el corazón, para transformar nuestro entorno de vida a imagen del Evangelio que Jesús nos propone. 

Ciertamente este caminar no está exento de dificultades. No se trata solo de desearlo, de decir “quiero cambiar”. Es un esfuerzo interior que a veces se ve truncado por “tentaciones” que nos alejan de lo que Jesús nos propone en su proyecto del Reino de Dios. 

Recordamos que el mismo Jesús fue tentado por el demonio. Por ello entendemos que nosotros no estamos exentos de tentaciones que nos pueden alejar de Dios. De alguna manera, podemos afirmar que las tentaciones que sufrió Jesús durante los cuarenta días de su estancia en el desierto, las sufrimos también nosotros a lo largo de toda nuestra vida. Las tentaciones siempre son como invitaciones a elegir el camino más fácil, aquello que no nos cueste esfuerzo, sin pensar si a la larga nos va a producir beneficio o daño. Sin embargo, no tenemos que olvidar que en el relato del Evangelio que hemos escuchado hoy se nos indica que quien permanece junto a Cristo siempre puede salir vencedor. El venció al diablo para que nosotros, con su ayuda, no seamos derrotados. El mismo pensamiento es afirmado por el apóstol Pablo en la segunda lectura: «Si tus labios profesan que Jesús es el Señor y tu corazón cree que Dios lo resucitó, te salvarás». La fe en Jesús es la gran arma contra la tentación. 

Jesús vence las tentaciones porque permanece fiel a su ser. Él es Dios y no se deja manipular. La salvación pasa por el Calvario. Vence siendo quien es. La tentación busca debilitarnos en nuestro propio ser y hacernos olvidar lo que somos: hijos de Dios y salvados en Jesucristo. 

 

Según nos narra el Evangelio, Jesús tuvo que afrontar tres tentaciones. Tres tentaciones muy actuales: la tentación del materialismo, la tentación del poder y la tentación de utilizar a Dios. Tres tentaciones que apartan nuestro corazón y nuestras vidas del proyecto de Jesús y de su Evangelio.

 «Entonces, acercándose, el diablo le dijo: Si eres Hijo de Dios, dile que esta piedra se convierta en pan. Jesús le contestó: Está escrito: No sólo de pan vive el hombre». Es la tentación que nos lleva a creer que las cosas de este mundo nos dan la vida y la felicidad, olvidándose de Dios, fuente de la única vida y felicidad. La tentación del materialismo está presente todos los días en nuestra vida. Y siempre aparece muy bien camuflada, de tal manera que nos hacen creer que TENIENDO tal o cual cosa conseguiremos SER felices. Pero es el pez que se muerde la cola, porque siempre aparece algo superior que nos promete más felicidad pero que nunca llega a dárnosla. Y seguimos cayendo en la tentación de poner nuestra felicidad en el TENER y no en el SER.

 «Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo, y le dijo Jesús: Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me ha sido dado, y yo lo doy a quién quiero. Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo. Jesús le contestó: Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás y a él solo darás culto». Es la tentación del poder, la tentación que nos invita a subir más alto que los demás, a cualquier precio, incluso a costa de arruinar la vida de los que están a nuestro alrededor. Cuantas veces hemos escuchado, y es cierto, que el poder acaba corrompiendo a las personas cuando este se utiliza para el beneficio personal y no para el servicio al bien común. Posiblemente, cada uno de nosotros tenemos parcelas de poder en nuestra vida cotidiana, en nuestra familia, en el trabajo, en la Iglesia y podemos ser verdaderos tiranos si nos dejamos llevar por esta tentación. Jesús nos habló de que ser el primero en su Reino significaba servir más que nadie, estar atento a las necesidades de los demás con mayor empeño, y procurar que lo que es de todos, fuera para todos, y que nadie pasase necesidad.

La tercera tentación la vivimos también en nuestra religiosidad tratando de manipular a Dios. «Entonces el diablo lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo: Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: ha dado órdenes a sus ángeles para que cuiden de ti, y también: Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece contra ninguna piedra. Jesús le contestó: Está escrito: No tentarás al Señor tu Dios».

Todos tenemos la tentación de manipular a Dios, de utilizarlo en nuestro beneficio. Muchos cristianos se fabrican una religión a su medida, un Dios que no de problemas, que permita hacer todo lo que uno quiera y cuando quiera. Manipulamos a Dios en beneficio propio, le exigimos que nos conceda aquello que le pedimos. Y no caemos en la cuenta de que la visión de Dios es más amplia que la nuestra, que Él sabe lo que necesitamos antes de que se lo pidamos, y que sabe también cuáles son nuestras necesidades verdaderas y cuando es mejor remediarlas. Nos falta la confianza necesaria para saber que todo lo que nos venga de Dios será siempre para nuestro bien, para nuestra felicidad. 

Las tentaciones del Evangelio no están muy lejos de nuestras vidas, a pesar de que fueron escritas hace mucho tiempo. Seguimos cayendo en lo mismo y cometiendo los mismos errores. Pero contamos con la misericordia infinita de Dios que siempre sale a nuestro encuentro. 

Decía San Agustín que: «hay que fijarse no en que Cristo fue tentado, sino en que Cristo venció». Que nada aparte nuestro corazón de Dios y que no olvidemos nunca que necesitamos convertirnos a Él cada día. El sacramento del Perdón y la misericordia divina son los mejores instrumentos que la Iglesia nos ofrece para volver a Dios y vivir en su amor misericordioso. Paz y armonía con Dios y con los hermanos.

 

Ángel Fernández Collado

Obispo de Albacete