Fco. Javier Avilés Jiménez

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12 de diciembre de 2015

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Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre. El misterio de la fe cristiana parece encontrar su síntesis en esta palabra. Ella se ha vuelto viva, visible y ha alcanzado su culmen en Jesús de Nazaret… Quien lo ve a Él ve al Padre (cfr Jn 14,9). Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su persona (Dei Verbum 4) revela la misericordia de Dios. (Misericordiae Vultus 1).

Uno de los retos más fuertes a los que se enfrenta la religión en la modernidad (del s. XVI para acá) es la monopolización de la razón por el ateísmo: pareciera que creer en Dios es irracional y que la única hipótesis lógica es el ateísmo o, en última instancia, el agnosticismo. Esta amenaza es común para todas las religiones, si bien el Cristianismo, mayoritario en la parte del mundo que generó esa modernidad, ha intentado afrontarla con una seria autocrítica que distinguiera fe de superstición, reivindicando una coherencia integral para el creyente. 

En esa línea, hemos recuperado con fuerza el carácter personal de Dios, el sentido dialogal de la fe y la libertad como parte integrante de la religión. Que Dios tenga rostro y que su rostro sea Jesús, ya aleja mucho la fe cristiana de la confusión entre Dios y una idea, por sublime que ésta sea. Jesucristo nos muestra que Dios es Padre y que solo sintiéndonos hijos y hermanos creemos en Él de verdad. 

Si la fe es cosa del corazón (dijo Pascal), lo es de un corazón misericordioso, tanto por parte del creyente como por parte del destinatario último de esa fe, que también es su origen primero: Dios. Por eso, el principal argumento del cristianismo en el debate sobre Dios no es una br i l l ant e teoría, sino la persona de Jesucristo y el trato a m i s t o s o (santa Teresa) con Él, y en Cristo, con Dios (Jn 14,20).