+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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21 de noviembre de 2015

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¿Quién no ha experimentado alguna vez que la palabra se le quedaba pequeña para expresar lo que sentía el corazón? A veces, las ideas no nos caben en las palabras; éstas, incluso, pueden confundirnos cuando la realidad ha ido cargándolas de un sentido diferente al habitual. Así ocurre en el Evangelio con la palabra “reino”, que hasta al mismo Jesús se le quedaba pequeña para expresar lo que venía anunciando. Jesús es Rey, pero cuán diferente de lo que la gente entendía. Por eso, llegará incluso a esconderse cuando, tras la multiplicación de los panes, la multitud quiere proclamarlo rey. Y, por eso, seguro de que sería mal interpretado, ponía sordina a sus milagros.

La grandeza de Jesús se manifiesta en su sencillez, en su afán de servir y no de ser servido. Bien distinto de nosotros, uno de cuyos defectos es la manía de grandeza. Cuanto más pequeños, más nos empinamos para sobresalir. A veces se encuentra uno con personas que son unos “don nadie”, pero se sienten como comandantes en plaza. No es extraño que uno de los grandes psicólogos que crearon escuela pusiera la causa de nuestras neurosis en el complejo de inferioridad.  

Claro que Jesús es Rey; ha dedicado su vida al anuncio del Reinado de Dios. Pero qué distinto lo que Él entendía de lo que habitualmente entendemos nosotros. Porque su grandeza es real, hay algo en Jesús que impresiona, que choca con nuestra manera habitual de entender la grandeza: es esa sencillez con que se presenta, sin buscar prevalecer ni sobresalir, y, menos, medrar a costa de otros. En la humildad de su porte se manifiesta su más honda y trascendental valía.

Jesús es Rey de los pies a la cabeza. Su poderío no es postizo, le viene de casta: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad»; y lo dice inmediatamente después de haber afirmado ante Pilato: » Tú lo dices: soy Rey».

La escena es conmovedora, es hasta literariamente excelsa: Un brillante comentarista pone frente a frente a los dos personajes: Pilato y Jesús cara cara. Pilato, suma autoridad de Roma en Israel, poderoso, aunque con pies de barro, arropando su mediocridad y cobardía en un manto de fuerza. Jesús, que acaba de ser torturado, débil, pero gigante en su desamparo, sin más poderío que su mirada serena y su palabra libre. Pilato arrimado al aire de los que mandan, rodeado de lujo, de soldados, de esclavos, de sonrisas compradas ¿Qué será de él cuando el viento deje de soplar a su favor, cuando su soporte de gobernador romano se desinfle? En cambio, al condenar a Jesús lavándose las manos, le está facilitando el paso por la última puerta que le queda para recuperar su auténtica grandeza, la que no acabará nunca.

Jesús ha vivido siempre dueño de sí. No ha querido comprar la fidelidad de nadie, no ha tenido donde reclinar la cabeza, se ha rodeado de un grupo de gente sencilla. Ha ido por la vida sin trampa ni cartón, ofreciendo lo que trae: una Buena Noticia de perdón, de misericordia y el cambio del corazón. Lo suyo no ha sido mandar, sino servir, sanar, lavar los pies, darse por amor. Al final, es verdad, ha quedado solo, pero ha sembrado la semilla de un mundo diferente y mejor.

El poder de Pilato descansa su peso sobre un pueblo sometido, sobre la pobreza y esclavitud de muchos. A su muerte ¿quién llorará sobre su mausoleo? Hemos tenido que esperar casi veinte siglos para encontrar, al fin, entre las ruinas de la Cesárea marítima, una inscripción con su nombre y garantizar, al fin, su existencia al margen del evangelio.

La corona de Jesús es de espinas; lleva el peso enorme del sufrimiento e injusticia que ha venido a quitar de nuestras espaldas. Su cuerpo desnudo y deshecho va a ser entronizado en el madero de la cruz. Pero poco después la corona de espinas se transformará para siempre en corona de gloria. Gloria ya no sólo para Él, sino para la incontable multitud de redimidos que reinarán con Él.

Nos equivocamos cuando queremos que Jesús reine a golpes de violencia o de condenaciones, cuando queremos tomar su Reino como nuestro en exclusiva, o comprarlo con dinero. Como se equivocan cuantos, enanos en su autosuficiencia, quieren reducir el Reino a una antigualla premoderna que hay que arrinconar, impedir que salga de las sacristías o entrar en el corazón del mundo. El Reino que Jesús anuncia no entra en competencia con los poderes de este mundo, a nadie disputa el cetro ni el sillón, pero a quien le acoge puede cambiarle el corazón.