+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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21 de noviembre de 2009

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l Año Litúrgico se cierra con la celebración de la fiesta de Cristo Rey.

Bien sabemos que uno de nuestros más cultivados defectos es la manía de grandeza. ¡Así de pequeños somos! Y cuanto más pequeños, más hacemos por sobresalir; cuanto menos firme es nuestra autoridad, más nos gusta quedar como señores. No es extraño que uno de los grandes psicólogos que crearon escuela pusiera la causa de nuestras neurosis en el complejo de inferioridad.

Jesús sí es Rey de los pies a la cabeza. Su poderío no es postizo, le viene de casta: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para se testigo de la verdad»; y lo dice inmediatamente después de haber afirmado ante Pilato: «Tú lo dices: soy Rey».

Porque su grandeza es real, haya algo en Jesús que impresiona, que choca con nuestra manera habitual de entender la grandeza: es esa sencillez con que se presenta, sin buscar prevalecer ni sobresalir, y, menos, medrar a costa de otros. En la humildad de su porte se manifiesta su más honda y trascendental valía.

Claro que Jesús es Rey y que ha dedicado su vida al anuncio del Reinado de Dios. Pero qué distinto lo que Él entendía de lo que habitualmente entendemos nosotros. Veamos:

Pilato y Jesús. Un brillante comentarista pone frente a frente las dos maneras de reinar: “Pilato poderoso, aunque con pies de barro, arropando su mediocridad y cobardía en un manto de fuerza. Jesús, torturado, débil, pero gigante en su desamparo, sin más poderío que su mirada serena y su palabra libre”.

Pilato arrimado al aire de los que mandan, rodeado de lujo, de soldados, de esclavos, de sonrisas compradas ¿Qué será de él cuando el viento deje de soplar a su favor, cuando su soporte de gobernador romano se desinfle? En cambio, al condenar a Jesús lavándose las manos, le está facilitando el paso por la última puerta que le queda para recuperar su auténtica grandeza, la que no acabará nunca.

Jesús ha vivido siempre dueño de sí. No ha querido comprar la fidelidad de nadie, no ha tenido donde reclinar la cabeza, se ha rodeado de un grupo de gente sencilla. Ha ido por la vida sin trampa ni cartón, ofreciendo lo que trae: una Buena Noticia de perdón, misericordia y el cambio del corazón. Lo suyo no ha sido mandar, sino servir, sanar, lavar los pies, darse por amor. Al final, es verdad, ha quedado solo, pero ha sembrado la semilla de un mundo diferente y mejor.

El poder de Pilato descansa su peso sobre un pueblo sometido, sobre la pobreza y esclavitud de muchos. A su muerte ¿quién llorará sobre su mausoleo? Hemos tendido que esperar casi veinte siglos para encontrar, al fin, entre las ruinas de Cesarea, una inscripción con su nombre para garantizar su existencia al margen del evangelio.

La corona de Jesús es de espinas; lleva el peso enorme del sufrimiento e injusticia que ha venido a quitar de nuestras espaldas. Su cuerpo desnudo y deshecho va a ser entronizado en el madero de la cruz. Pero poco después la corona de espinas se transformará para siempre en corona de gloria. Gloria ya no sólo para Él, sino para la incontable multitud de redimidos que reinarán con Él. Seremos, por los siglos de los siglos, su corona agradecida y gloriosa”.

Aunque valgamos poco más que para hacer chapuzas, ¿no valdrá la pena apuntarse al Reino de Jesús?