+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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24 de noviembre de 2012
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l Año Litúrgico se cierra con la celebración de la fiesta de Cristo Rey. Veamos:
«Tú lo dices: soy Rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad».
Oyendo a Jesús decir estas cosas, y en la lamentable situación en que las dice, uno queda perplejo, desconcertado. ¿Es, en verdad, un rey o es más bien un soñador de utopías, de reinos fabricados con nubes de imposibles? Pero no se trata de una escena suelta; es el broche del mensaje que ha proclamado.
Jesús es Rey de los pies a la cabeza. Su poderío no es postizo, le viene de casta. Lo afirma ante Pilato, el gobernador romano, entre cuyos cometidos estaba el de tutelar la soberanía del emperador Tiberio sobre ese rincón del Imperio y, por consiguiente, combatir y eliminar a cualquier sedicente rey de los judíos. De hecho, esta es la acusación con que los dirigentes judíos le presentaron ante Pilato.
Uno de los dirigentes de la Revolución Francesa, que acabó luego en la guillotina, decía que “no se podía reinar y ser inocente”. Pero el Reino de Jesús nada tiene que ver con los reinos de este mundo. Tiene que ver más con lo que afirmaba un poeta del siglo pasado: “El más grande rey es el que se edifica un trono en el corazón de los hombres”.
Claro que Jesús es Rey y que ha dedicado su vida al anuncio del Reinado de Dios. Pero qué distinto lo que Él entendía de lo que habitualmente entendemos nosotros. Veamos: Ha hablado de su Reino comparándolo a un grano de mostaza, que siendo una semilla insignificante, se convierte en el más grande de los arbustos; a una red en que caben toda clase de peces; a un banquete al que son llamados todos, incluso los más desheredados. Un Reino que tiene por ley suprema el amor, cuya demostración consiste en dar la vida por los demás.
Hay algo en Jesús que impresiona, que choca con nuestra manera habitual de entender la grandeza: es esa sencillez con que se presenta, sin buscar prevalecer ni sobresalir, y, menos, medrar a costa de otros. En la humildad de su porte se manifiesta su más honda y trascendental grandeza.
Pilato y Jesús. Un brillante comentarista pone frente a frente las dos maneras de reinar: “Pilato poderoso, aunque con pies de barro, arropando su mediocridad y cobardía en un manto de fuerza. Jesús, torturado, débil, pero gigante en su desamparo, sin más poderío que su mirada serena y su palabra libre.
Pilato arrimado al aire de los que mandan, rodeado de lujo, de soldados, de esclavos, de sonrisas compradas ¿Qué será de él cuando el viento deje de soplar a su favor, cuando su soporte de gobernador romano se desinfle? En cambio, al condenar a Jesús lavándose las manos, le está facilitando el paso por la última puerta que le queda para recuperar su auténtica grandeza, la que no acabará nunca.
Jesús ha vivido siempre dueño de sí. No ha querido comprar la fidelidad de nadie, no ha tenido donde reclinar la cabeza, se ha rodeado de un grupo de gente sencilla. Ha ido por la vida sin trampa ni cartón, ofreciendo lo que trae: una Buena Noticia de perdón, misericordia y el cambio del corazón. Lo suyo no ha sido mandar, sino servir, sanar, lavar los pies, darse por amor. Al final, es verdad, ha quedado solo, pero ha sembrado la semilla de un mundo diferente y mejor.
El poder de Pilato descansa su peso sobre un pueblo sometido, sobre la pobreza y esclavitud de muchos. A su muerte ¿quién llorará sobre su mausoleo? Hemos tendido que esperar casi veinte siglos para encontrar, al fin, entre las ruinas de Cesárea, una inscripción con su nombre para garantizar su existencia al margen del evangelio.
La corona de Jesús es de espinas; lleva el peso enorme del sufrimiento e injusticia que ha venido a quitar de nuestras espaldas. Su cuerpo desnudo y deshecho va a ser entronizado en el madero de la cruz. Pero poco después la corona de espinas se transformará para siempre en corona de gloria. Gloria ya no sólo para Él, sino para la incontable multitud de redimidos que reinarán con Él.
En un himno antiguo, que cantaban los primeros cristianos, y que san Pablo lo engastó como una piedra preciosa en un de sus cartas, leemos: “… Se humilló a sí mismo, / hecho obediente hasta la muerte/ y una muerte de cruz/. Por eso, Dios lo exaltó sobre todo/ y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; / de modo que al nombre de Jesús/ toda rodilla se doble/ en el cielo, en la tierra, en el abismo, / y toda lengua proclame: / Jesucristo es Señor/ para gloria de Dios Padre”.
Dios se hace hombre. El Rey se hace siervo. Lo contrario de nosotros, que a poco que te descuides acabamos sintiéndonos dioses. No es extraño que uno de los grandes psicólogos que crearon escuela pusiera la causa de nuestras neurosis en el complejo de inferioridad, que se disfraza haciéndonos creer importantes.
¿A que vale la pena apuntarse a este Reino?