+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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23 de noviembre de 2013
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]n el domingo último del año litúrgico la Iglesia celebra la fiesta de Cristo Rey. Pero, ¿quién es este Rey? ¿Dónde están su cetro y su trono? ¿Dónde, el boato, la riqueza y el poder?
Durante tres años, Jesús había predicado en las calles y plazas de Palestina, había repartido favores, había realizado curaciones sorprendentes, se había presentado como el el Mesías esperado. Sus palabras y sus hechos ayudaron a muchos a descubrir al Dios de la ternura y de la misericordia, a sentirse más humanos, a descubrirá la hondura de su propia humanidad. En alguna ocasión, cuando multiplicó el pan para la multitud hambrienta, quisieron hacerle rey, pero él lo rechazó casi con violencia; incluso unos días antes de la crucifixión lo habían aclamado así por las calles de Jerusalén.
Ahora, sobre la colina del Gólgota se recortan tres cruces rasgando el horizonte, Jesús ha sido procesado y condenado a muerte en un juicio sumario junto a dos malhechores. La gente, que ha acudido, asiste impasible al espectáculo de aquella vida que se apaga, mientras los dirigentes del pueblo se mofan del crucificado: “Ha salvado a otros, que se salve a ahora a sí mismo si es realmente el Mesías elegido de Dios”.
Al leer el Evangelio es importante fijarse en las personas, en sus reacciones. En el Calvario hay curiosos, autoridades, soldados, dos bandidos condenados a morir también crucificados. Y están, y de qué manera tan distinta, María, la madre de Jesús, con algunas mujeres y el discípulo amado.
La mayoría de los presentes se limita a mirar. Así seguirá sucediendo, por desgracia, incluso ante los acontecimientos más desoladores de la historia. Frente a la injusticia o la mentira, muchos se limitan a mirar, no reaccionan, no salen a la defensa, no se rebelan, no piden explicaciones. Un pueblo en pie puede tener un peso político extraordinario, pero no lo sabe o no quiere saberlo.
Los dirigentes, por el contrario, no se quedan mano sobre mano, saben cómo utilizar en ventaja propia la incoherencia o la pereza de la gente. El pueblo, cuando carece de la verdadera sabiduría es presa fácil de cualquier ideología u oportunismo de quienes manejan los hilos del poder. Un poder que ahora reacciona contra Jesús con cortante sarcasmo e ironía. “A otros ha salvado, que se salve a sí mismo”. Con ello están afirmando una profunda verdad: Que Jesús ha venido a salvar a otros, no a sí mismo.
Los soldados que le han llevado a crucificar, en vez de servidores de la paz y del bien, son también utilizados, como ha sucedido tantas veces bajo los totalitarismos, para hacer de brazo fuerte y ejecutivo de la injusticia: “Se burlaban también de él los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”.
“Uno de los crucificados con Él blasfemaba diciendo: – ¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Siempre, una parte de la humanidad, incluso en las situaciones más duras, tomará a Dios a bromas, se reirá de su omnipotencia o lo hará responsable de los males del mundo, cerrándose así a toda posibilidad de cambio o conversión.
“Pero el otro de los malhechores increpaba a su compañero: “¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio éste no ha faltado en nada”. Y decía: -“Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Hay personas que a pesar de las dificultades y los sufrimientos que conlleva la vida confían y esperan en Dios reclamando perdón y gracia. Personas que, incluso en situaciones de cruz, no maldicen, sino que se abren con piedad a una Luz que les da fortaleza, serenidad y esperanza para asumir la cruz. A lo largo de mi ministerio he conocido personas así, que, desde situaciones capaces de provocar la desesperación, volvían sus ojos para encontrarse con la mirada dulce y luminosa de Cristo, suplicándole con infinita confianza y humildad, con un llanto que se iba transfigurando en paz y alegría, que les acogiera en su Reino.
“Jesús le responde: Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Jesús, Rey del universo, señor de la vida y de muerte, nos ofrece una palabra cierta: La Palabra que nos dice que en el hoy de Dios, siempre actual, Él acogerá en su Reino a todo aquel que le acepte con fe y con humildad: Hoy podemos abrirnos al perdón, hoy podemos comenzar de nuevo, hoy podemos empezar a vivir ya ese paraíso aquí en esta tierra, porque hoy es posible vivir el presente del Dios que es amor.
Allí, en el momento de la más humillante derrota, se ilumina la verdad de este Rey, resplandece la gloria del amor más grande y gratuito. Su anonadamiento nos levanta, su impotencia nos regala aquello que ningún rey pudo dar a sus súbditos: el triunfo sobre nuestro enemigo más radical, la muerte, ante la que todos los poderes de este mundo han de rendirse impotentes. El Reino de Jesús tiene poco que ver con los reinos de este mundo.