+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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5 de marzo de 2011
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]D[/fusion_dropcap]urante varios domingos hemos ido siguiendo el llamado Sermón de la Montaña, que tiene como pórtico esa página insuperable que son las Bienaventuranzas. Jesús después del largo sermón en que ha ido desarrollándolas, como quien desmigaja y reparte una hogaza de pan, concluye invitando a ponerlas en práctica. Una fe que no se encarna y se traduce a la vida no es una fe sincera.
“No basta con decir: ‘¡Señor, Señor!´ para entrar en el reino de los cielos”. He aquí, una vez más, en boca de Jesús, una exigencia siempre actual. En realidad a la gente que busca la autenticidad les interesa, más que nuestros discursos sobre la fe, que les mostremos cómo nosotros creemos, nuestra real experiencia de Dios. Jesús, ya en su tiempo, denunciaba la oración vacía, el culto hipócrita y sin impacto negativo sobre la vida de las personas; reclamaba con fuerza la coherencia entre el decir y el hacer, entre la fe proclamada y la fe vivida
“Hay que hacer la voluntad de mi Padre, que está en los cielos”: El verbo “hacer” se encuentra once veces en la conclusión del Sermón del Monte, como invitación a encarnar la fe en la vida diaria: en la familia, en el trabajo, en la diversión, en los compromisos sociales, políticos o eclesiales, porque nada es extraño a la fe. La voluntad del Padre era la referencia constante de Jesús, como si pensara en Él en cada minuto de su existencia. Y no es que el Padre Dios busque su complacencia, como si necesitara del hombre. Sabía Jesús que hacer la voluntad del Padre es hacer la verdad del hombre, encontrar la verdadera clave de la realización humana. Porque Dios es amor, sólo pretende lo que constituye la verdadera felicidad del hombre.
Cuando Jesús se refería a su Padre que está en los cielos, no hablaba de un Dios lejano, que se desentiende de nosotros. Expresaba más bien la trascendencia de un Dios que no se identifica con el mundo.
“Aquel día muchos me dirán: Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, no hemos echado demonios o hecho milagros en tu nombre? Entonces, yo les diré: No os conozco, alejaos de mí”. La referencia a “aquel día”, formulada de manera tan solemne, nos pone cara acara con el Juez escatológico del final de los tiempos. Son, por eso, palabras para ser tomadas absolutamente en serio. Dios tendrá un día la última palabra. Sería triste que la constatación final fuera que, presumiendo de haber seguido y actuando en nombre del Dios que es amor, recibiéramos el reproche del “no os conozco”.
Lo más curioso y sorprendente del texto anterior es que los reprobados discuten y manifiestan su desacuerdo con el Juez. Pasa lo mismo que en la escena del evangelio de San Mateo, cuanto también el Juez coloca a unos a la derecha y a otros a la izquierda: “¿Cuándo hicimos o dejamos de hacer esto contigo?”. Nuestra vida puede transcurrir como una ilusión hasta el día de la verdad. Cuántos buscan lo espectacular de la religión en lugar de aplicarse humildemente a vivir día a día en la verdad y el amor. No es que Jesús esté en contra de la denuncia profética, tan necesaria siempre, pero nos advierte que podemos pasarnos media vida jugando a profetas, criticando a la sociedad o a la Iglesia en vez de aplicarnos seriamente a construir una sociedad o una Iglesia viva y renovada en nosotros y a nuestro alrededor. San Pablo, ¿recordáis?, decía que podemos tener una fe capaz de mover montañas, pero que si no tenemos amor, no somos nada.
“Quien escucha estas palabras y las pone en práctica se parece al hombre que edifica su casa sobre roca. Aunque vengan las lluvias torrenciales y soplen las tempestades no podrán contra ella, porque está cimentada sobre roca”. Es la misma exigencia de realismo, que prolonga el “escuchar” y el “hacer”. Jesús quiere hombres y mujeres sólidos, que construyen su vida sobre la roca de la Palabra de Dios escuchada y vivida. Sabemos que incluso construcciones espectaculares pueden esconder engaños que, antes o después, salen a la luz: cimientos inconsistentes sobre un suelo movedizo, exceso de arena y carencia de cemento, materiales de mala calidad… Jesús nos invita a preguntarnos qué tipo de casa estamos construyendo. ¿Nuestras opciones son de fachada, en apariencia cristianas, pero en el fondo paganas? ¿Nuestra fe es un compromiso real en el seguimiento de Jesús o un simple y superficial maquillaje?
Es éste un texto que, a veces, leemos en la liturgia de las bodas. ¿Qué clase de cimientos se ponen en los matrimonios para que, en tantos casos, tan pronto se derrumben, y lo que estaba llamado a vivirse como buena-ventura acabe en desventura?