+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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3 de junio de 2022

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Estimado Sr. Alcalde, Vicealcalde, miembros de la corporación municipal, Comisario Jefe Provincial de la Policía Nacional, Intendente de la Policía Local de Albacete, demás autoridades civiles, militares y judiciales. Presidente de la Cofradía de Ntra. Sra. Reina de la Esperanza Macarena, Stmo. Cristo de la Esperanza y Traición de Judas de esta noble ciudad de Albacete; demás presidentes, hermanos y cofrades de las diversas Hermandades y Cofradias que desde muchos puntos de la geografía mundial habéis venido hasta esta ciudad de Albacete para participar en el IV Encuentro Internacional de Hermandades y Cofradias Esperanza Macarena, Presidente de la Junta de Cofradias de Semana Santa de Albacete, Delegado Diocesano de Religiosidad Popular, Hermandades y Cofradias, Sacerdotes, Diáconos, Vida Consagrada, queridos fieles y devotos de Santa María, Esperanza Macarena.

El pasaje con el que San Lucas describe la primera comunidad de Jerusalén incluye la presencia en ella de María, la Madre del Señor. Ella se encuentra entre los personajes centrales que forman el puente entre la historia de Jesús y el camino de la Iglesia. El Libro de los Hechos de los Apóstoles nos transmite una de las primeras afirmaciones de la Iglesia sobre María. La presenta como “la Madre de Jesús”. Sin duda alguna, aunque Pedro sea la cabeza de los Once Apóstoles, María representa el corazón de los discípulos y seguidores de Jesús, el núcleo aglutinador de todos los que se habían reunido en el Cenáculo, en Jerusalén, para rezar juntos y prepararse para la venida del Espíritu Santo. Aquí puede apreciarse, como afirma San Juan Pablo II que: “la dimensión mariana de la Iglesia antecede a su dimensión petrina, aunque ambas sean complementarias” (Alocución 22-12-1987).

San Lucas nos recuerda en su Evangelio que María, la Madre del Señor, “conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19.51). Por eso, Ella es el fundamento del recuerdo de la persona y de la vida de Jesús, que serán como las raíces de la Iglesia. Ella, presente en el Cenáculo, transmitirá a la Iglesia de todos los tiempos sus recuerdos íntimos sobre Jesús. Como testigo insustituible del nacimiento y la vida oculta de Jesús, María garantiza la humanidad verdadera del Hijo de Dios, que por obra del Espíritu Santo ha tomado carne de su carne. San Juan Pablo II afirma: “En la Iglesia que nace, Ella entrega a los discípulos, como tesoro inestimable, sus recuerdos sobre la Encarnación, sobre la infancia de Jesús, sobre la vida oculta en Nazaret, y sobre la misión de su Hijo divino, contribuyendo a darlo a conocer y a fortalecer la fe de los creyentes” (Audiencia 28-05-97).

Poco a poco van olvidándose de los personajes que aparecen nombrados en los Evangelios, en la infancia de Jesús: Isabel, Zacarías, Juan Bautista, Simeón, y tan solo la persona de María y la grandeza de su persona y misión permanecen vivos en la vida ordinaria de la primera Comunidad cristiana. Ella, viviendo en fidelidad a Jesús, se convierte en el prototipo de la Iglesia naciente. María es presentada como el vínculo de unión entre el Nuevo y el Antiguo Testamento.

María permanece junto a los apóstoles y discípulos de Jesús, junto a la comunidad de los primeros cristianos; es como el corazón de la Iglesia naciente, lleno de amor, de ternura y de ayuda a sus hijos; María ora juntamente con los miembros con la primera comunidad cristiana, con los primeros cristianos, seguidores e imitadores de Jesucristo. Ella, maestra de oración, siempre dócil a la suave voz del Espíritu Santo, enseña a los discípulos a esperar con confianza el Don que viene de lo alto, es decir, el Espíritu Santo prometido por Jesús como fruto de su muerte y resurrección. Así como en la Encarnación el Espíritu Santo había formado en el seno virginal de María el cuerpo físico de Jesucristo, así ahora, en el Cenáculo, el mismo Espíritu Santo viene para animar fortalecer su Cuerpo Místico, la Iglesia naciente, acompañada por María, la Madre del Señor.

María ha tenido ya experiencia de la acción del Espíritu Santo, puesto que a su poder creador debe Ella su maternidad virginal. Pero, recuerda San Juan Pablo II, que “era oportuno que la primera efusión del Espíritu Santo sobre Ella, que tuvo lugar con miras a su maternidad divina, fuera renovada y reforzada. En efecto, al pie de la cruz, María fue revestida con una nueva maternidad, con respecto a los discípulos de Jesús. Precisamente esta misión exigía un renovado don del Espíritu. Por consiguiente, la Virgen lo deseaba con vistas a la fecundidad de su maternidad espiritual” (San Juan Pablo II).

El Papa emérito Benedicto XVI señalaba, en un mensaje dirigido a los fieles reunidos para rezar la oración pascual del Regina Coeli, en el año 2010, que no hay Iglesia sin Pentecostés y que no hay Pentecostés sin la Virgen María” (Regina Coeli 23-5-2010). Y es que María, por su profunda humildad y su amor virginal, se ha convertido en Esposa del Espíritu Santo. Por su fe, esperanza y caridad, María es modelo de la Iglesia naciente. Ella está tan vacía de sí misma y tan llena de amor a la voluntad de Dios, que el Espíritu Santo se complace en inundar continuamente su alma y escuchar sus ruegos por la Iglesia naciente, por todos y cada uno de los cristianos, por sus devotos.

 

 

Fijándose en María y en su misión divina como Madre del Hijo de Dios, recordamos esta realidad en la Iglesia de Jesucristo, la cual nos llena de esperanza y consuelo: “En cualquier lugar donde los cristianos se reúnen en oración con María, el Señor dona su Espíritu”. Con su poderosa intercesión, Ella nos alcanzará un renovado Pentecostés para nuestras almas, nuestras parroquias, grupos apostólicos, cofradías y hermandades.

Recibido el Espíritu Santo en Pentecostés, los apóstoles y discípulos hablaron con libertad, con entusiasmo, de las grandezas de Dios, y lo hacían con un lenguaje que entendían todos los que escuchaban, el lenguaje del amor. Esa es la misión de la Iglesia de todos los tiempos, también de nuestra Iglesia, ahora: hablar de la grandeza de María, hablar de Dios, de la fuerza del amor divino, manifestado en Cristo Jesús. 

“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Acojamos esta misión. En Pentecostés, el Espíritu Santo hizo salir de sí mismos a los apóstoles y los transformó en anunciadores de las enseñanzas de Jesucristo. El Espíritu Santo, además, les infundió su fortaleza para anunciar la novedad del Evangelio con audacia, en todo tiempo y lugar, incluso contracorriente. La Iglesia quiere anunciar a todos esta Buena Noticia. De la mano de María acoged el Evangelio, dejaos transformar por el amor de Jesucristo, camino, verdad y vida, y con Él y con María, sed mensajeros, testigos y apóstoles del amor de Dios en vuestro ambiente. Todos unidos, con María, Ntra. Sra. Reina de la Esperanza Macarena, le decimos al Señor, llenos de confianza: “Sí, Señor”, “Aquí estoy”, “Hágase en mi según tú voluntad”. ¡Ven Espíritu Santo llena los corazones de tus fieles y enciende en nosotros el fuego de tu amor! Que así sea.           

Ángel Fernández Collado

Obispo de Albacete