+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

|

31 de enero de 2009

|

79

Visitas: 79

[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]ntraron en Cafarnaún…”. Es un plural significativo. Jesús no va solo. Acaba de llamar a los cuatro primeros discípulos, como vimos el domingo pasado. Es el germen de la Iglesia.

Cafarnaún, símbolo de la Galilea de los paganos, sería el lugar privilegiado por Jesús para la evangelización. Es como si, salvadas las distancias, habláramos hoy de Marsella, Amsterdam o Hong-Kong. La ubicación estratégica de Cafarnaún, a la orilla del lago y en la ruta de las caravanas, convertía a esta ciudad en lugar de paso, de mezcla de razas y culturas. Allí podían verse marineros, comerciantes de Asiria o de Arabia, nómadas del desierto, harapientos y ricos burgueses, soldados romanos…. Es el mundo abigarrado que Jesús conoció y eligió para su anuncio del Reino de Dios.

El evangelista Marcos nos pinta una jornada tipo de Jesús en Cafarnaún, aludiendo a las cuatro acciones características de su ministerio, de la mañana a la noche: enseñar, liberar, curar y orar.

¿Cómo convencer a la gente, tan metida en sus asuntos, de que su palabra, luminosa y esperanzadora, liberadora de servidumbres, era la Palabra misma de Dios? Ciertamente hacía signos que suscitaban la admiración del pueblo. Allí captó a Mateo, un recaudador de impuestos para los romanos. Pero había, sobre todo, algo no espectacular, que era como un aldabonazo que golpeaba el corazón y los ojos de quienes le escuchaban: Era el resultado de una suma de datos: el tono de su voz, su manera de mirar y de acoger, sus insistencias al hablar, su actitud ante las personas, especialmente ante los pecadores y los pobres y, sobre todo, la coherencia total entre lo que decía y lo que hacía. (J. Guillén).

Su mensaje iba acompañado de signos de liberación interior. Es el caso del hombre que grita, poseído por un espíritu malo Ante este exorcismo podemos estar tentados por dos actitudes que impiden comprender en profundidad su sentido: la primera rechazarlo como anacrónico; la segunda, deleitarse en el aspecto superficial del texto, a la manera del cineasta del film del Exorcista, que pone en juego todo el horror teatral posible. Marcos, por el contrario, ha querido condensar en la narración la obra de Jesús, que viene a liberar al hombre de la esclavitud de todos los poderes que le alienan y le impiden vivir como humano. Es el signo del Reino de Dios que comienza .a hacerse real en el corazón del hombre.

Marcos no nos da el contenido de las homilías de Jesús. Lo ha resumido poco antes en cuatro palabras. Anunciaba la proximidad del Reinado de Dios, invitaba a la conversión, a aceptar su mensaje como una gozosa noticia. Le interesa más a Marcos la reacción de los oyentes.

La gente lo captaba y la noticia corría de boca en boca. Comentaban que “no enseñaba como los letrados”, limitándose a repetir, sábado tras sábado, en la sinagoga, lecciones aprendidas. Hablaba desde él mismo, decía verdades que no provocaban miedo, sino esperanza, que no oprimían sino que liberaban. Usaba un lenguaje tan sencillo que le entendían hasta los más pequeños. Era tan libre que plantaba cara a los poderoso; alguien que no engañaba, que subrayaba cada palabra con pedazos de sus propia vida. A esto la gente le había puesto un nombre admirable: “Enseñar con autoridad”. (J. Guillén):“Quedaban asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad”.

Me pregunto si no necesitaríamos hoy, desde los políticos hasta la gente de Iglesia, personas que manifestemos, sobre todo con nuestra vida, aquello que anunciamos. La gente no busca mítines o sermones olvidados de puro sabidos. No necesita más problemas, sino salidas reales y verdaderas a lo que les preocupa y angustia.

Desde que Jesús dejó de estar visiblemente entre nosotros, hacen falta testigos, que lo sigan haciendo visible en el mundo. No es una tarea reducida a un grupo de escogidos. Todo cristiano debe serlo. Todos los que creemos en Jesús estamos llamados a proclamarlo, sobre todo con el lenguaje elocuente de los hechos; con nuestra propia vida.

El ejemplo de Jesús nos invita a una seria revisión, especialmente a quienes nos pasamos media vida predicando y hablando de Él.