+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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30 de enero de 2010

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]H[/fusion_dropcap]abía nacido en Belén, pero su pueblo era Nazaret, donde todos le conocían. En los pueblos pequeños nos conocemos todos. Allí había crecido, allí había vivido cerca de treinta años, llevando una vida normal. Al menos no tenemos constancia de que ocurriera algo importante o extraordinario que mereciera ser reseñado.

En un momento dado se produce una cierta ruptura con la vida anterior, deja la aldea y comienza su predicación pública, acompañada de milagros y curaciones. Y pronto se empieza a hablar de Él. No es de extrañar que sus paisanos tuvieran interés en volver a verle.

El domingo pasado escuchábamos que vino a Nazaret, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados y se le pidieron – ¿o fue un gesto espontáneo suyo?- hacer la lectura: La lectura versó sobre un pasaje que hacía referencia al Mesías prometido que el pueblo esperaba: un mensaje portador de alegría, una buena noticia.

Ante la admiración y el entusiasmo de los asistentes, Jesús manifestó. “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. No es extraño que, apelando a un lógico tráfico de influencias, le pidan que haga allí los milagros que se contaba que había hecho en otros lugares. Al fin y al cabo se trata de propio pueblo.

No es que Jesús quiera provocar, pero lo suyo no es realizar gestos espectaculares para satisfacer la curiosidad de unos o los intereses de otros. Más bien da a entender, apelando a algunos ejemplos bíblicos, que sus signos se realizarán sobre todo entre los paganos, entre quienes se pensaba que estaban excluidos de las promesas de Dios.

Ante esta respuesta de Jesús, la simpatía que hasta entonces había despertado se torna en indignación. Estalla la crisis. A punto estuvieron de despeñarle por un barranco que realzaba a las afueras de la aldea. Pero Jesús pasa entre ellos sin que nadie ose tocarle. Así abandona su aldea de manera definitiva. Otros, por el contrario, le acogerán con fe y así podrá cumplir su misión.

¿Les resultaba escandalosa la pretensión de Jesús al afirmar que en su persona se hacían realidad todas las esperanzas de los pobres de Israel, como si arrancara la Palabra de Dios de un pasado lejano haciendo irrumpir el proyecto de Dios en su existencia cotidiana? ¿O quizá les resultaba extraño un Mesías tan humano?: «¿No es éste el hijo del carpintero?”, se decían.

Ciertamente les hubiera gustado un Mesías al servicio de sus intereses. Pero Él venía a ofrecer una salvación universal, abierta a todo el que quiera aceptarle, no circunscrita a los de siempre, al grupo de los que se consideraba miembros del pueblo elegido, ignorando que Jesús no excluye ni a paganos, ni a extranjeros. Es otra forma de rechazar a Dios.

No condenemos demasiado deprisa a los paisanos de Nazaret. Puede que no seamos tan diferentes. Entre nosotros ha estado presente durante siglos el mensaje de Jesús. ¿Le rechazaremos hoy porque nos llega servido por una Iglesia tan humana que lleva el peso de la historia en sus arterias? Le despreciaremos porque es un mensaje de gratuidad y amor, que choca con los gustos e intereses de una sociedad hedonista?

Necesitamos, como los de Emaús, seguir rezando con el cántico pascual: “Quédate junto a nosotros, que la tarde está cayendo, pues sin ti a nuestro lado nada hay justo, nada hay bueno”.