+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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29 de enero de 2011

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l domingo pasado asistíamos al comienzo de la vida pública de Jesús. Hoy le vemos en acción. Imaginemos que, a través del túnel del tiempo, nos asomáramos a la escena. ¿Qué veríamos? Si atendemos a lo que el evangelista Mateo nos dice en el capitulo anterior al de hoy (Mt 4,23), veríamos a Jesús rodeado de gente pobre, muchos enfermos, personas afligidas por miles de privaciones y quebrantos, al borde de la desesperación.

Pero lo más sorprendente es lo que hace: “Al ver el gentío que le seguía, subió al monte, se sentó, se acercaron sus discípulos. Y tomando al palabra les enseñaba”.  

Mateo ha dado a la narración un tono solemne: Quiere presentar a Jesús como el nuevo Moisés, el legislador de la ley nueva, el verdadero liberador de todos los que viven sometidos a esclavitudes.

Con todos los que participan de situaciones insostenibles, con quienes se sienten frustrados en sus aspiraciones más hondas, con esa multitud que le sigue, nos ponemos a la escucha. Parece que la solemnidad en que se encuadra el acto presagia algo importante.

“¡Bienaventurados…!”. Así empieza cada una de ochos frases del “sermón de la montaña”. El tema de la primera homilía de Jesús versa, pues, sobre la felicidad, que eso son las bienaventuranzas. 

Era como decir: Vosotros, los pobres, los afligidos, los maltratados por la vida podéis ser felices. Porque la verdadera felicidad no la dan las riquezas, ni el poder, ni el éxito, ni los meros placeres.

Las bienaventuranzas expresan la felicidad de la persona, el motivo de la misma, la disposición para hacerla posible. Es una felicidad que no excluye ni las contrariedades, ni las persecuciones. Las bienaventuranzas son los rasgos que configuran al verdadero discípulo, o, más bien, el retrato de cuerpo entero de Jesús, que las encarnó en su propia.

Se han definido las bienaventuranzas como la “carta magna del Reino”. Son programa de vida, llamada a la conversión y, por eso, camino de felicidad: La felicidad que habita en quienes se han liberado del afán de poseer y dominar, en los humildes, en los limpios de corazón, en los misericordiosos, en los sembradores de paz, en los que luchan por la justicia. Es la felicidad que tiene como razón suprema la posesión del Reino de Dios, o sea, la comunión plena con Dios.

Se trata de una vivencia que tendrá cumplimiento pleno en el cielo, pero no es una promesa sólo para el mañana. “El Reino de Dios está ya en medio de vosotros”, decía Jesús. Esa presencia transfigura el presente.

Las bienaventuranzas ni se rigen ni se entienden desde los esquemas de nuestra lógica. Se entienden sólo desde los baremos del evangelio. Es un programa, el programa del Reinado de Dios, que nunca seremos capaces de acoger y de cumplir adecuadamente en esta tierra, pero que si el mundo lo atendiera, como algunos ha reconocido, cambiaría; la humanidad viviría con un horizonte que hoy, desde la lógica del mercado, seguramente no podemos ni siquiera sospechar. A lo mejor las bienaventuranzas son el alma que necesita este mundo para vivir de una manera más digna y más esperanzadora.

La misión del Rey en Israel, como vemos en los salmos, era, además de dar seguridad a sus súbditos frente a invasiones externas, garantizar la justicia y la libertad para los pobres y desvalidos: “El librará al pobre que clamaba, al afligido que no tiene protector” rezamos en los salmos. El Reino de Dios es, ante todo, para los pobres no porque sean mejores o más virtuosos, sino porque son pobres. Dios reina desde la misericordia y la compasión. El reinado de Dios no puede darse sin una radiante manifestación de la justicia de Dios.

En el mensaje de liberación y de gracia anunciado por Isaías – “anunciar la Buena Noticia a los pobres…” se hizo realidad en Jesús, como él mismo diría en la sinagoga de Nazaret. Se hizo realidad en Él, y quiere hacerse realidad en sus seguidores.