+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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2 de febrero de 2013
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]H[/fusion_dropcap]ay rasgos inconfundibles que caracterizan de manera inequívoca al verdadero profeta; el más significativo es la absoluta libertad de palabra; es la franqueza, a veces incómoda y provocativa, con que presenta el mensaje, acreditando así que su palabra no es suya, sino de Dios. Si se dejase domesticar o acomodar a las expectativas de la gente, sería un cortesano, un demagogo, un populista o un megalómano, pero no sería un verdadero profeta.
El profeta tampoco es un adivino del futuro. Los profetas bíblicos son los portavoces de Dios contra la mentira y el abuso de los pobres; contra la hipocresía, sobre todo si ésta es de carácter religioso. Los profetas son hombres de corazón en llamas. Se les podría aplicar aquello de Ortega y Gasset: “zarzas ardientes al borde del camino desde donde Dios da sus voces”. Los profetas no tienen ni asegurado el éxito ni garantizada la audiencia, y menos cuando juegan en casa, pues “ningún profeta es aceptado en su pueblo” (Lc 4, 24).
Un buen ejemplo lo tenemos en Jeremías, de cuya vocación nos habla la primera lectura de la misa de este domingo. Su existencia, que coincide con uno de los períodos más trágicos de la historia de Israel, fue un drama continuo. Frente a un pueblo celoso de sus privilegios, derribado de sus ilusiones religiosas, pero obstinado en una mezquina rigidez, este profeta tímido y de corazón sensible tuvo que cargar sobre sus jóvenes espaldas la ardua y odiosa misión de anunciar, a la vista de los derroteros por los que se precipitaba su pueblo, calamidades, destrucción y muerte. Incomprendido y perseguido, no traicionó su vocación. Por su existencia duramente probada y por sus palabras siempre incandescentes, los cristianos le hemos considerado como tipo y anunciador de Cristo, rechazado también por aquellos en cuyo favor entregó su vida.
San Lucas, entre el domingo pasado y éste, nos ha ofrecido lo que podría entenderse como la presentación pública de Jesús ante los suyos en la sinagoga de Nazaret. Es como un prólogo en dos tiempos. Tras un primer momento de acogida entusiasta, entre la fila de los asistentes empieza a incubarse una incredulidad despectiva: “¿No es éste el hijo del carpintero?”. Como les habían llegado noticias de las cosas que Jesús había hecho en Cafarnaúm, esperaban que realizara también para ellos algún prodigio; al fin y al cabo se trataba de su pueblo. La respuesta de Jesús alusiva a un Dios que no hace distinciones y que ofrece la salvación también a los paganos, les exasperó: “Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos, le echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio con intención de despeñarlo” (4, 28-30).
El hecho de que Lucas haya dado a este episodio un cierto carácter de presentación pública de Jesús parece conferirle un sentido programático de lo que sería la vida entera de Jesús. La mala acogida por parte de sus paisanos es un anticipo del rechazo que experimentaría por parte del pueblo judío. Nazaret es figura y emblema de lo que acontecerá en Jerusalén. El profeta rechazado anuncia al Mesías crucificado: “Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” dirá con dolor el evangelista san Juan.
¡Duro ministerio el del profeta! Fue duro para Elías, para Eliseo, para Jeremías. Lo fue para Jesús y para san Pablo. Lo será también para cada uno de nosotros en la medida en que seamos profetas: “Si a mí me ha perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15, 20).
Por el bautismo y la confirmación hemos sido configurados con Cristo, rey, sacerdote y profeta. Cada bautizado y confirmado puede decir con verdad: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me han enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad…” (Lc 4, 18-ss.). Eso significa que somos siervos de la Palabra, no señores; que la palabra del Señor nos ha sido confiada, pero permanece como palabra suya: nosotros debemos acogerla con disponibilidad, guardarla en el corazón como un don precioso, comunicarla con fidelidad y valentía. El verdadero profeta ni presume ni se avergüenza del Evangelio: “No me avergüenzo del Evangelio” (Rm 1,16), escribía san Pablo a los cristianos de Roma.
Vivimos hoy en una sociedad en que no se nos prohíbe creer, pero se induce a dejar la fe para la vida privada, en la esfera de nuestra intimidad. Y eso, cuando las intimidades de las personas se nos presentan a toda luz en determinados programas de televisión. El problema de los cristianos hoy no es el triunfalismo, sino el intimismo. Hay padres que ya ni se atreven a hablar del Evangelio a sus propios hijos porque, según dicen, temen condicionarlos. Como si la sociedad no los condicionara. Como si la fe no favoreciera la plena maduración de los pequeños. ¡Qué profetas!