+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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30 de enero de 2016

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]U[/fusion_dropcap]n signo elocuente de que el pueblo de Israel fue elegido por Dios para una misión decisiva en favor de la humanidad es que, de una u otra manera, nunca faltaron profetas que contribuían a enderezar el camino y a soñar despiertos.

Hay rasgos que caracterizan de manera inequívoca al verdadero profeta: La absoluta libertad de palabra, la franqueza incómoda con que presenta el mensaje, acreditando así que su palabra no es suya, sino de Dios. Si el profeta se dejase domesticar o acomodar a las expectativas de la gente, sería un cortesano, un demagogo, un populista o un megalómano, pero no sería un verdadero profeta.

El profeta invita la esperanza, pero, por lo general, no es un adivino del futuro. Los profetas bíblicos son los portavoces de Dios contra la mentira, el abuso sobre los pobres y la hipocresía, sobre todo si ésta es de carácter religioso. Los profetas son hombres de corazón en llamas, a los que se les podría aplicar aquello de Ortega y Gasset: “zarzas ardientes al borde del camino desde donde Dios da sus voces”. Los profetas no tienen ni asegurado el éxito, ni garantizada la audiencia, y menos cuando juegan en casa, pues “ningún profeta es aceptado en su pueblo” (Lc 4, 24).

Un buen ejemplo lo tenemos en Jeremías, de cuya vocación nos habla la primera lectura de la misa de este domingo. Frente a un pueblo celoso de sus privilegios, derribado de sus ilusiones religiosas, pero obstinado en una mezquina rigidez, este profeta tímido y de corazón sensible tuvo que cargar sobre sus jóvenes espaldas la ardua misión de anunciar, a la vista de los derroteros por los que se precipitaba su pueblo, un futuro nada halagüeño. Incomprendido y perseguido, no traicionó su vocación. Por su existencia duramente probada y por sus palabras siempre incandescentes, los cristianos le hemos considerado como tipo y anticipo de Cristo.  

San Lucas, entre el domingo pasado y éste, nos ha ofrecido lo que podría entenderse como la presentación pública de Jesús ante los suyos en la sinagoga de Nazaret. Es como un prólogo en dos tiempos. Tras un primer momento de acogida entusiasta, pronto empieza a incubarse una incredulidad despectiva: “¿No es éste el hijo del carpintero?”. Como les habían llegado noticias de las cosas que Jesús había hecho en Cafarnaún, esperaban que realizara también para ellos algún prodigio; al fin y al cabo se trataba de su pueblo. El tráfico de influencias no es sólo de hoy. Pero la respuesta de Jesús, alusiva a un Dios que no hace distinciones y que ofrece la salvación también a los paganos, les exasperó: “Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos, le echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio con intención de despeñarlo” (Lc 4,28-30).

El hecho de que Lucas haya dado a este episodio un cierto carácter de presentación pública de Jesús parece conferirle un sentido programático de lo que sería la vida entera de Jesús. La mala acogida por parte de sus paisanos es un anticipo del rechazo que experimentaría por parte del pueblo judío. Nazaret es figura y emblema de lo que acontecerá en Jerusalén. “Vino a los suyos y los suyos  no le recibieron” dirá con dolor el evangelista san Juan.

¡Admirable y duro ministerio el del profeta! Por el bautismo y la confirmación todo cristiano ha sido configurado con Cristo, rey, sacerdote y profeta. Cada bautizado y confirmado puede decir con verdad: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad…” (Lc 4 18-ss.). Eso significa que la Palabra del Señor nos ha sido confiada para acogerla con disponibilidad, guardarla en el corazón como un don precioso, comunicarla con fidelidad y valentía. El verdadero profeta ni presume ni se avergüenza del Evangelio: “No me avergüenzo del Evangelio” (Rom 1,16), escribía san Pablo a los cristianos de Roma.

Vivimos hoy en una sociedad en que no se nos prohíbe creer, pero se induce a dejar la fe para la vida privada, relegarla a la esfera de la intimidad. Y eso, cuando las intimidades de las personas se nos presentan a toda luz en determinados programas de televisión. El problema de los cristianos hoy no es el triunfalismo, sino el intimismo. Hay padres que ya ni se atreven a hablar del Evangelio a sus propios hijos porque, según dicen, temen condicionarlos. Como si la sociedad no los condicionara. Como si la fe no favoreciera la plena maduración de las personas. ¡Vaya profetas! Ya se arrepentirán algún día, porque la verdad, a veces, escuece, pero siempre es profundamente liberadora.