+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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12 de abril de 2008
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“Atravesando la calle de una gran ciudad -cuenta una mujer- tenía miedo, me sentía todavía inexperta, pues sólo tenía doce años. Llevaba de la mano a una niña de cuatro años. En medio del tráfico vertiginoso notaba cómo la mano de la pequeña apretaba fuertemente la mía». “-¿Tienes miedo?”, le pregunté. Y ella sonriendo me respondió:- “No, porque tú eres grande”. Es lo que rezamos en uno de los salmos: “El Señor es mi pastor: Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque Tú vas conmigo”. Jesús es fuerte, ha vencido el pecado y la muerte, camina delante de nosotros. Los golpes de su cayado sobre las piedras del camino nos inspiran confianza: “Tu vara, tu cayado me sosiegan”, sigue diciendo el salmo.
El cuarto domingo de Pascua se conoce como el del Buen Pastor: El pastor que da la vida; el pastor que se hace pasto para alimentar nuestra indigencia. Jesús es, como nos dirá el evangelio de este domingo, Pastor y Puerta para acceder a la luz, a la libertad, a la Vida.
La imagen del pastor es inseparable de la de las ovejas. “Tengo otras ovejas que no están en el redil. Las traeré y escucharán mi voz”. Esas ovejas podemos ser cualquiera: cristianos bautizados, que empezaron a alejarse en el día de la tormenta y hoy vagan en la indiferencia religiosa; jóvenes que pasaron por la confirmación y, tras el rito, desaparecieron; tal vez los hijos a quienes se inculcó la fe y hoy los vemos ajenos a todo lo que huela a religioso; pueden ser personas que piensan que Dios es un obstáculo para la liberación del hombre…
La increencia y la indiferencia son un reto a nuestra acción evangelizadora. Quien entienda la tarea evangelizadora como proselitismo, es lógico que tenga miedo a herir, que no llegue nunca al anuncio explícito de Jesucristo, muerto y resucitado. Quien haya experimentado que la acción pastoral está encaminada a que las ovejas “tengan vida y vida en plenitud” no podrá silenciar el Evangelio. La fe es una oferta que se ofrece a la libertad del hombre, pero a nadie se le impone.
La fascinación por Jesús y su mensaje ha suscitado, desde los primeros tiempos de la Iglesia, seguidores que han empeñado su vida por Él y por su Reino. Por eso celebra hoy la Iglesia la Jornada de oración por las Vocaciones de especial consagración.
Muchas veces me he preguntado qué sería de nuestra Iglesia de persistir el declive de vocaciones a la vida sacerdotal, consagrada o misionera: ¿Qué sería sin los monasterios de vida contemplativa, sin su oración permanente por nosotros, sin el callado testimonio de su vida pobre, virginal y escondida? ¿Qué sería sin la vida consagrada activa, sin sus múltiples presencias tanto en el campo educativo como en el servicio generosa de la caridad, en las múltiples y variadísimas obras de atención y promoción de los más pobres y necesitados de nuestra sociedad? ¿Qué suerte habría corrido el mandato de Jesús de “anunciar el evangelio a todos los pueblos” sin la entrega expansiva de tantos y tantos misioneros, que han implantado la Iglesia en todos los rincones del mundo, presentes siempre entre los más pobres? ¿Sería concebible una Iglesia a la que faltara la presencia de presbíteros que, en nombre del Cristo Buen Pastor, reúnan, partan el pan de la palabra y de la eucaristía, acompañen y alienten la fe de nuestras comunidades cristianas?
La Jornada de Oración por las Vocaciones nos hace, cada año, caer en la cuenta de la inmensa riqueza que son para la Iglesia y para el mundo las llamadas vocaciones de especial consagración: el sacerdocio, la vida consagrada, los misioneros y misioneras. En ellas se manifiesta de manera singular el amoroso designio del Padre que llama, del Hijo que envía, del Espíritu Santo que consagra.
Las vocaciones de especial consagración, como toda vocación cristiana, brotan siempre de una experiencia honda de fe en comunidad. La comunidad es su tierra fértil. Por nacer de la comunidad y estar al servicio de la misión de la comunidad, las vocaciones son patrimonio de todos, a todos nos incumben. Dios es siempre el que llama, y lo hace de mil maneras distintas; a nosotros nos toca responder, crear el clima favorable para que su llamada sea escuchada, acogida, secundada. Una comunidad de fe viva engendra creyentes dispuestos a hacer suya la respuesta tantas veces repetida en la Biblia y a lo largo de los siglos: “Aquí estoy, envíame”.
Oremos hoy y todos los días por las vocaciones de los ya consagrados y para que surjan nuevas vocaciones. Es la forma más bella de agradecer a Dios y a los llamados el don que para la Iglesia es su vida.