+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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25 de abril de 2015
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]H[/fusion_dropcap]ace unos años, en este IV domingo de Pascua, conocido como “del Buen Pastor” contaba yo la historia real de Esteban, el pastor manco que pasó su vida viviendo en chozas, cuidando ovejas de otros, trashumando, año tras año, desde la meseta castellana a las llanuras extremeñas por viejos cordeles y cañadas.
Finalizaba el tiempo de agostadero en las cercanías de Ávila. Los recentales del rebaño andaban por las vías, buscando entre las traviesas alguna brizna de hierba. Cuando Esteban intentaba arrancarles del peligro, irrumpió el tren de improviso. Allí quedó el buen pastor, junto a algunos corderos, roto, deshuesado, irreconocible entre las vías de hierro.
No es momento de detenerse en la vida y en la muerte de Esteban; ahí queda como asignatura siempre pendiente escribir la historia de tantos héroes anónimos, hacer la hagiografía de tantos “santos inocentes”. He traído a colación este hecho, porque es un icono elocuente y preciso del Buen Pastor del Evangelio: el Pastor que da la vida por sus ovejas.
Con la imagen del pastor se designaba en el antiguo oriente a los reyes y a los dioses. Así se imaginó también a Dios el Pueblo de Israel, pueblo de pastores. ¿Quién no ha cantado alguna vez el salmo 22, en que la poesía hebrea raya a tanta altura?: “El Señor es mi pastor nada me falta; aunque camine por cañadas oscuras, nada temo;… me conduce hacia fuentes tranquilas; en verdes praderas me hace descansar…”.
Para los oyentes de Jesús la designación de sí mismo como Buen Pastor tenía un significado preciso: significaba que Él era el Mesías, el enviado de Dios para conducir a los hombres a la verdadera vida. Una de las frases que anteceden inmediatamente al texto de hoy, parte de la misma alegoría, reza así: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn.10, 10). Nada tiene que ver, ni la imagen del pastor ni sus correlativas de la oveja o el rebaño, con las de dominio o de gregarismo: “Él viene sin perros, sin mercenarios ni intermediarios, sin bastón. Viene sólo con los arreos del amor”, dice bellamente san Ambrosio.
La misión del Buen Pastor es consecuencia del proyecto amoroso, nupcial, salvador de Dios Padre: un proyecto de alianza para hacer de la humanidad la gran familia de los hijos de Dios. Por eso, su tarea es la de reunir, buscar la oveja perdida. A esa misma misión sirve la Iglesia, “signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad del género humano”, según la definición del Vaticano II (LG. 1).
“Tengo otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que atraer”, Me preguntaba yo quiénes serán hoy esas ovejas: ¿Los pueblos paganos a quienes no ha llegado todavía el evangelio? ¿No serán más bien aquellos bautizados cuya fe, rutinaria y sin hondura, acabó helándose, y hoy viven como si Dios no existiera? ¿Serán los muchachos que pasaron por la confirmación y, luego, desaparecieron? ¿Serán los antiguos militantes que se alejaron el día de la tormenta o que, sencillamente, se arrimaron a otro sol que pensaban que calentaba más? ¿Serán todos aquellos que sólo descubrieron a la Iglesia como animadora y gestora de compromisos sociales y, por tanto, fácilmente substituible por otros proyectos sociales o ideológicos? ¿Serán los jóvenes que se cuelan en la procesión fumando, lata de cerveza en mano, para provocar?
La parábola del Pastor es una llamada a despertar de nuestra dormición misionera, a redescubrir su voz y su mensaje en medio de los miles de palabras y mensajes que nos sacuden cada día.
Jesús es el Pastor que hace pastores repartiendo responsabilidades. Hoy, por eso, se celebra en la Iglesia la Jornada de Oración por las Vocaciones. Nos referimos a las vocaciones que llamamos de especial consagración.
¿Habéis visto el cartel que anuncia esta Jornada? Presenta unos pies diminutos abrazados por dos manos que forman un corazón. Parece resonar el himno de la liturgia de las horas: «Y tú te regocijas, oh, Dios, y tú prolongas en sus pequeñas manos (pies) tus manos poderosas…». Nuestra pequeña vida está en las mejores manos, las de Dios. ¡Es bueno caminar con Él, dejar que resuene el gozo de la llamada, la alegría de ponerse al servicio del Evangelio, de ser enviado a prolongar la misión de Jesús con la palabra y con la vida! La vocación es una entrega al Dios del amor y a las personas que el amor ha puesto a nuestro lado. Colaborar con Jesús es un honor y un regalo.
Por más que le pese al clericalismo, todos estamos llamados a asumir responsabilidades pastorales. Pero hay personas llamadas a consagrase en una misión especial de servicio y entrega. Son los sacerdotes, los diáconos, los miembros de la vida consagrada y los que se comprometen en la empresa misionera.
Es un día para recordar el ejemplo de muchos consagrados, para pedir que se multipliquen estas vocaciones, porque “la mies es mucha y los obreros pocos”, porque hay muchos heridos que curar, muchos pobres a quienes anunciar la Buena Noticia, mucho dolor que compartir…