+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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27 de enero de 2007

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El domingo pasado, Jesús, haciendo suyo un texto de Isaías, nos presentaba su programa misionero en la sinagoga de Nazaret, la aldea donde se había criado. “He sido enviado, les dice, a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la libertad a los cautivos, a dar vista a los ciegos y libertad a los oprimidos, a proclamar la salvación de Dios, la nueva era de gracia y misericordia para todos los hombres.

Sus palabras suscitaron, en un primer momento, admiración, luego, casi acuesta de hoja, rechazo. Les sorprende que hable con tal autoridad el que, al fin y al cabo, no es más que el hijo de la María y de José, el humilde carpintero del pueblo. Les molestó, sobre todo, que anunciara una salvación no restringida a los de su raza y religión, al pueblo judío, sino a todos los hombres. El malestar provocado llegó a tal extremo que pretendieron arrojarle por un precipicio que había en las afueras del pueblo.

Ya vemos qué corta es la distancia que va de la acogida al rechazo. A poco que cambie el viento, se puede pasar, de la noche a la mañana, del aprecio al desprecio, de las palmas a los pitos, del “no puedo vivir sin ti” al “no puedo vivir contigo”. Algo parecido a lo que pasa con los héroes del domingo, que hoy salen a hombros por la puerta grande y, mañana, tienen que escapar por la puerta trasera custodiados por la policía. La sociedad actual nos tiene acostumbrados a este tipo de comportamiento.

Algo parecido sucede en el orden de la fe: Hoy pedimos el bautismo o la confirmación para nuestros hijos y mañana ya hemos olvidado nuestros compromisos. Hoy nos vestimos de nazarenos en una procesión y, mañana, nos profesamos agnósticos, que es lo que se lleva.

La tentación puede encarnarse incluso, bajo formas sutiles, en cristianos de siempre, cuando tenemos que abrirnos a la novedad o universalidad del Evangelio rompiendo con determinadas formas de actuación a las que estábamos bien acostumbrados. Lo expresó de manera elocuente un chiste de Mingote a raíz de la celebración del Concilio Vaticano II: Conversaban dos mujeres piadosas sobre ciertas afirmaciones conciliares que les resultaban desconcertantes. Una de ellas consolaba así a la otra: “Tú no te preocupes, que al cielo, lo que se dice la cielo, sólo iremos los de siempre”.

La existencia de Jesús fue un sí definitivo. Un sí a Dios y un sí a sus hermanos los hombres, a todos los hombres, hasta al muerte. El nos enseñó a ser fieles a la verdad más profunda del hombre, a vivir el amor y la fidelidad no como un simple contrato de intereses, a merced de la oferta y la demanda. Su existencia, sustentada en el amor, fue una pro-existencia desde la cuna al calvario.

Y eso mismo, salvadas las distancias, encontramos en María: Se mantuvo fiel al “fiat” inicial en los días claros y en las noches oscuras, ante la promesa luminosa del ángel y ante los caminos tortuosos de la pasión o en la soledad del Sábado Santo. Nosotros, en cambio, nos parecemos más a las cañas sacudidas por el viento, de que hablaba Jesús. La cultura actual no es proclive a los compromisos serios y definitivos; pero son éstos los que dan real fecundidad a la vida.