+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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16 de abril de 2016
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]H[/fusion_dropcap]ace unos años, en este IV domingo de Pascua, conocido como “del Buen Pastor” contaba yo la historia real de Esteban, el pastor manco que pasó su vida viviendo en chozas, cuidando ovejas de otros, trashumando, año tras año, desde la meseta castellana a las llanuras extremeñas por viejos cordeles y cañadas.
Lo cuenta con admirable lirismo un amigo, eminente teólogo, que conoció al bueno de Esteban: Finalizaba el tiempo de agostadero en las cercanías de Ávila. Los recentales del rebaño andaban por las vías, buscando entre las traviesas alguna brizna de hierba. Cuando Esteban intentaba arrancarles del peligro, irrumpió el tren de improviso. Allí quedó el buen pastor, junto a algunos corderos, roto, deshuesado, irreconocible entre las vías de hierro.
No es momento de detenerse en la vida y en la muerte de Esteban; ahí queda como asignatura siempre pendiente escribir la historia de tantos héroes anónimos, hacer la hagiografía de tantos “santos inocentes”. Esteban es un icono elocuente y preciso del Buen Pastor del Evangelio: el Pastor que da la vida por sus ovejas.
Israel fue un pueblo de pastores: «Nosotros, tus siervos, somos pastores desde nuestra infancia hasta hoy, y lo mismo fueron nuestros padres» (Gn 47. 3). Pastores habían sido sus principales personajes: Abraham, Jacob, Moisés, David…Y así se imaginaron también a Dios. ¿Quién no ha cantado alguna vez el salmo 22, en que la poesía hebrea raya a tanta altura? : “El Señor es mi pastor nada me falta;… aunque camine por cañadas oscuras, nada temo;… me conduce hacia fuentes tranquilas;…en verdes praderas me hace descansar…”.
Para los oyentes de Jesús la designación de sí mismo como Buen Pastor tenía un significado preciso: significaba que Él era el Mesías, el enviado de Dios para conducir a los hombres a la verdadera vida. Una de las frases que anteceden inmediatamente al texto de hoy, parte de la misma alegoría, reza así: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn.10, 10). Nada tiene que ver la imagen del pastor, ni sus correlativas de las ovejas o el rebaño, con la de dominio o de gregarismo: “Él viene sin perros, sin mercenarios ni intermediarios, sin bastón. Viene sólo con los arreos del amor”, dice bellamente san Ambrosio.
La misión del Buen Pastor es consecuencia del proyecto amoroso, nupcial, salvador de Dios Padre: un proyecto de alianza para hacer de la humanidad la gran familia de los hijos de Dios. Por eso, su tarea es la de reunir, buscar la oveja perdida. A esa misma misión sirve la Iglesia, “signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad del género humano”, según la definición del Vaticano II (LG 1).
“Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen .Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano” (Jn. 10,27-28).
La pesadilla de los pastores en tiempo de Jesús eran los lobos y los salteadores, que constituían una amenaza constante. Era el momento en que se evidenciaba la diferencia entre el verdadero pastor y el asalariado, que se mueve sólo por la paga. Frente al peligro, el mercenario huye y deja a las ovejas a merced del peligro; el verdadero pastor afronta valientemente el peligro para salvar el rebaño.
La liturgia ha acertado al proponernos el Evangelio del Buen Pastor en el tiempo pascual: la Pascua ha sido el momento en que Cristo ha demostrado ser el buen pastor que da la vida por sus ovejas.
La parábola del Pastor es una llamada a despertar, a redescubrir su voz y su mensaje en medio de los miles de palabras y mensajes que nos sacuden cada día.
Jesús es el Pastor que hace pastores repartiendo responsabilidades. Hoy, por eso, se celebra en la Iglesia la Jornada de Oración por las Vocaciones. Nos referimos a las vocaciones de especial consagración, incluidas las vocaciones nativas en los llamados países de misión.
La leyenda del cartel que anuncia la Jornada, dice así: “Te mira con pasión”. Hay algo de misterioso en la mirada. Ella nos pone, sin palabras, en contacto con los otros; cuando es limpia y generosa nos transmite cariño, ternura, deseo. La mirada de Jesús es siempre una invitación a seguirle: Así lo señala el papa Francisco en su Mensaje para esta Jornada: “Toda vocación en la Iglesia tiene su origen en la mirada compasiva de Jesús”.
Solo quien ha sentido en su corazón la mirada penetrante y llena de vida de Jesús se atreve a dejar todo e ir tras Él: “Dios nos llama a pertenecer a la Iglesia y, después de madurar en su seno, nos concede una vocación específica. El camino vocacional se hace al lado de otros hermanos y hermanas que el Señor nos regala: es una con-vocación”.
Demos gracias a Dios por las vocaciones, por las vocaciones nativas y por las vocaciones al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada. Oremos para que no falte en nuestra Iglesia este tesoro, que es fuente de dinamismo evangelizador y don de Dios para el mundo, porque hay muchos heridos que curar, muchos pobres a quienes anunciar la Buena Noticia, mucha esperanza que despertar.