+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
|
25 de marzo de 2017
|
28
Visitas: 28
El domingo pasado era la sed y el agua. Hoy nos encontramos con la ceguera y luz, otros de los signos cuaresmales.
El episodio del ciego de nacimiento, del que habla el evangelio de este domingo, me trae siempre el recuerdo de aquella novela de Saramago en que se relata, como si fuera una parábola de la sociedad, la extraña ceguera blanca, que, como un mar de leche, se extiende de manera rápida, azotando a todo un país, hasta llenarse las calles de ciegos.
Se encuentra uno con tantas cegueras. Unas, dentro del propio corazón; otras, fuera: la de los que dicen que no ven a Dios por ninguna parte; la de quienes se preguntan si la vida tiene algún sentido, si merece seguir viviendo, luchando, sacrificándose por los hijos; la del desconcierto ante una enfermedad imprevista o un revés de fortuna; la que embarga a algunos cuando les asalta la duda de si vale la pena continuar creyendo y esperando, o seguir atado a esta mujer, a este hombre, a esta vocación; la que empuja a traicionar la conciencia ante el negocio sucio o ante el soborno. Y está la ceguera de quien, instalado en lo inmediato, ya ni se hace preguntas: “No te empeñes en buscar soluciones al hombre de hoy; no las tiene. Le ha acostumbrado a vivir sin preguntas, instalado en el absurdo y en la angustia”, ha escrito una pluma pesimista.
En la narración del evangelio se cuenta la curación de un ciego; un ciego que pedía limosna a la puerta del Templo. Este texto se usaba como catequesis de preparación para el bautismo, llamado también “iluminación”, que los catecúmenos recibían en la vigilia pascual.
La inquietud de los discípulos podría ser también la nuestra. En presencia del mal buscamos una explicación, deseamos encontrar al culpable: “Señor, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?”. El mal físico se consideraba consecuencia del mal moral. Pero Jesús toma otra vía al afirmar que el mal es una ocasión para que se manifieste la fuerza sanadora y salvadora de Dios. El combate contra el mal es combate de Dios.
La curación va a generar un curioso proceso de reacciones en las que podemos vernos retratados cualquiera de nosotros.
Los vecinos: Su interés no pasa del de la anécdota o la curiosidad: “¿Cómo fue, qué te hizo, de qué manera te abrió los ojos?”. Se parecen a muchos de nuestros contemporáneos, para quienes el interés por Jesús o por la Iglesia no va más allá de la anécdota o de la curiosidad periodística.
Están los padres del ciego, a los que los fariseos llaman a testificar. Pero tampoco ellos quieren complicarse la vida. “Sabemos que es nuestro hijo y que nació ciego; pero cómo ve ahora y quién le ha abierto los ojos no lo sabemos; preguntadle a él que es mayor de edad”. El evangelista añade que decían esto porque tenían miedo a los judíos, que ya habían decretado expulsar de la sinagoga a quien reconociera a Jesús como el Mesías.
Veamos a los fariseos. Están, enfundados en sus prejuicios, como los que lo saben todo: “Sabemos que ese hombre es un pecador porque no guarda el sábado. Sabemos que Dios habló a Moisés, pero éste no sabemos de dónde es…¿Vas a darnos lecciones a nosotros?”, le dirán al ciego.
Y está el ciego. Mientras que los fariseos se han ido cerrando cada vez más en su increencia, el ciego avanza gradualmente por un camino de coherencia que no dejará de traerle graves complicaciones- “Fui, me lavé y veo. Creo que ese hombre es un profeta… No sabéis de dónde es, pero me ha abierto los ojos… Si no viniera de Dios no podría hacer lo que hace…». Tal es su postura.
Cuando le han expulsado de la sinagoga, Jesús se hace el encontradizo: “¿Crees en el Hijo del Hombre?”. Y el ciego: “¿Quién es, Señor, para que crea en El?”. –“Lo estás viendo, es el que está hablando contigo”. Y el ciego: -“Creo, Señor”, y se postró a sus pies”, dice el evangelio. Tras la luz de los ojos, ha llegado a la luz de la fe.
Las palabras con que Jesús cierra el episodio deberían hacerse insoslayables para todos en esta Cuaresma: «Yo he venido para abrir un proceso: para que los que no ven, vean, y los que dicen ver, se queden a oscuras».
Los fariseos, al oírle expresarse así, le dijeron: “¿Acaso también nosotros somos ciegos? Y Jesús respondió: – Si fuerais ciegos, no tendríais pecado, pero porque creéis que veis, vuestro pecado permanece”.
Esta insuperable catequesis cuaresmal pone al descubierto que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Jesús ha venido para abrir un proceso que pasa por cada corazón, que se ventila en el interior de cada hombre.