+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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17 de marzo de 2007

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Jesucristo nos dejó como regalo de Pascua el don del Espíritu Santo y con Él, que sigue haciendo viva la presencia de Jesús en la Iglesia, el poder de perdonar los pecados. Apenas, por eso, constatar que el sacramento de la reconciliación sea un sacramento en crisis. Lo es por diversas razones. Os apunto algunas de las que nos reseñan los pastoralistas.

El hombre de hoy no sólo ha perdido la conciencia de pecado; es que el pecado se ha vuelto un tema tabú en nuestra cultura secularizada. Hemos pasado de la falsa apreciación del “todo es pecado” a la no menos falsa del “nada es pecado”. Es verdad que ha aumentado -¡bienvenida sea!-la sensibilidad ante el mal social en abstracto, pero ha casi desaparecido ésta para el mal en su dimensión personal e íntima. Y, sin embargo, la injusticia, el atropello de los derechos humanos, la violencia doméstica, las fidelidades traicionadas, el enriquecimiento fácil… antes de ser realidades sociales, son realidades incubadas en el corazón mismo del hombre.

La capacidad auto exculpatoria del hombre es enorme. Se trata, como dijo el filósofo J. Marías, de una enfermedad que no es orgánica, ni psíquica; es una enfermedad personal. El afectado por la dolencia del descontento consigo mismo y con lo que es, suele endosar la causa de su negatividad a los demás, a la sociedad, a las estructuras, que, aunque es verdad que a veces acaban estructurando el corazón humano, no eliminan las responsabilidades personales. Tal ofuscación anula toda posibilidad de penitencia y reconciliación, todo posible encuentro con la propia verdad.

En estos días he visto que algunos obispos advierten de la gravedad de la práctica de las absoluciones colectivas en el sacramento de la reconciliación, como un grave abuso de la disciplina sacramental. ¿No es esta práctica una falsa condescendencia con esa resistencia a reconocernos personal y nominalmente pecadores?.

Se impone hoy, por otra parte, una concepción de la libertad desde la que todo, o casi todo, es legitimable con tal de que responda a nuestras apetencias o a nuestros intereses -¡con qué facilidad convertimos hoy los deseos en derechos, sin preguntarnos si responden a la verdad del hombre!- No quiero decir con esto que todo lo que nos apetece sea malo. Se trata de reconocer que, junto a nuestra capacidad de elegir, existe lo bueno y lo malo, la verdad y la mentira; que la grandeza de la libertad es actuar conforme al bien y la verdad. Quien diga que no tiene pecado es que no ha pasado el nivel de lo instintivo, no se ha reconocido como sujeto de una libertad ni destinatario de una misión; no sabe a qué cimas está llamado; no ha conocido a Dios.

El ocaso de Dios en la conciencia lleva a hacer una lectura plana, horizontal, de lo real. La noción cristiana del pecado, por el contrario, tiene dimensión teológica; supone haber descubierto a Dios como Padre, como amor; supone el misterio de la gracia divina como llamada a la comunión con Él y, desde Él, con todos los hombres, reconocidos como hermanos. El pecado, en sentido teológico, es la falta de correspondencia a este amor y, como consecuencia, la falta de correspondencia a la fraternidad.

Sólo desde la experiencia de un amor traicionado se puede tener conciencia cristiana de pecado. Al hijo pródigo de la parábola lo que realmente le duele, más allá de su vida disoluta o de haber llegado a un nivel de degradación que le hizo envidiar a los cerdos, es haber traicionado el amor de su Padre: «No merezco llamarme hijo tuyo». Para el que cree, la comunión con Dios y con su amor es la fuente y la raíz de la más alta y amorosa responsabilidad.

La cuaresma es un tiempo propicio para la reconciliación. La bellísima parábola del hijo pródigo, nos describe bien la actitud del pecador de ayer y de hoy . El hijo pequeño, el pródigo, bien pudiera reflejar a quien, entendiendo la fidelidad al evangelio como un yugo que constriñe, emprende, para liberarse de la supuesta servidumbre, una loca carrera de hedonismo y de consumo que le dejan cada vez más vacío. El hijo mayor de la parábola, por el contrario, pudiera reflejar a quienes, creyéndose los buenos, tienen un corazón tan frío e inmisericorde que se permiten juzgar no sólo al hermano pecador, sino hasta al mismo padre, cuyo amor y ternura con el caído son incapaces de entender.

Pero la parábola refleja también admirablemente el itinerario del penitente, desde que marcha de casa hasta que, arrepentido, emprende la vuelta, y celebra la fiesta del perdón con sabor a abrazos y ternura de padre. El regreso del hijo pródigo y la respuesta paterna son como el sacramento de la penitencia en acción. El perdón acaba siempre en una lluvia de besos, es siempre una experiencia pascual: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida”.