+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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1 de marzo de 2008
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La liturgia cuaresmal, que surgió como tiempo de preparación inmediata e intensiva al Bautismo, recoge los grandes temas de la catequesis bautismal. El domingo pasado se nos presentaba Jesús como el Agua Viva capaz de apagar nuestra sed, la sed del corazón. Hoy se nos ofrece como Luz. Son muchas las cosas que impiden acercarse a la Luz, pero nada tanto como nuestra propia ceguera.
Son muchos los ruidos que apagan su Palabra, pero nada la silencia tanto como nuestra sordera. Para encontrarse con Él no basta preguntarse dónde está Dios, tenemos que preguntarnos, sobre todo, dónde estamos nosotros.
Una característica que afecta a no pocos de nuestros conciudadanos es la indiferencia. Se asienta por lo general en personas que, poco a poco, han ido arrinconando a Dios de su existencia. Viven de hecho en un ateismo práctico. Se han acostumbrado a vivir sin Dios, y ya no sienten nostalgia ni vacío.
¿Cómo salir de esta situación? ¿Cómo percibir a Jesucristo como respuesta a nuestra ceguera? ¿Cómo llegar a aquella experiencia de Job: “Hasta ahora hablaba de ti de oídas, ahora te han visto mis ojos”? La curación del ciego de nacimiento, que pedía limosna al la puerta del Templo, nos ofrece una admirable catequesis en acción. Como siempre, es Jesús el que toma la iniciativa: “¿Qué quiere que haga por ti?”… –“Señor, que vea”.
La pregunta de los discípulos podría ser también la nuestra. En presencia del mal buscamos una explicación, deseamos encontrar al culpable: “Señor, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?”. El mal físico se consideraba consecuencia del mal moral. Pero Jesús toma otra vía al afirmar que el mal es una ocasión para que se manifieste la fuerza sanadora y salvadora de Dios. El combate contra el mal es combate de Dios.
Hecha esta aclaración, Jesús va a realizar un gesto aparentemente extravagante, pero que manifiesta el rico simbolismo teológico y sacramental del evangelio de Juan. Haciendo un poco de barro con tierra y saliva lo pone sobre los ojos del ciego, a la vez que le ordena ir a lavarse a la piscina de Siloé. ¿Quiere Jesús con este gesto presentar el nacimiento a la fe como una nueva creación del hombre? ¿Pretende, más bien, ayudar a tomar conciencia de la ceguera, obligar a moverse, a buscar las aguas de la vida? El evangelio explica que Siloé significa “El Enviado”.
En el ciego parece retratarse el hombre sin esperanza, hundido en el fatalismo, que se conforma con la pequeña limosna de felicidad que la vida le ofrece. Pero Jesús se manifestará como el que es capaz de dar vida a lo muerto, de poner luz en la más negra oscuridad. El hecho va a dar lugar a un proceso de reacciones en las que podemos vernos retratados cualquiera de nosotros.
Están los vecinos. Su interés no pasa del de la anécdota o la curiosidad: ¿qué te hizo? ¿de qué manera te abrió los ojos? Se parecen a muchos de nuestros contemporáneos, para quienes el interés por Jesús o por la Iglesia no va más allá de la anécdota o de la curiosidad periodística.
Están los padres del ciego, a los que los fariseos llaman a testificar. Pero tampoco ellos quieren complicarse la vida. “Sabemos que es nuestro hijo y que nació ciego; pero cómo ve ahora y quién le ha abierto los ojos no lo sabemos; preguntadle a él que es mayor de edad”. El evangelista añade que decían esto porque tenían miedo a los judíos, que ya habían decretado expulsar de la sinagoga a quien reconociera a Jesús como el Mesías.
Están los fariseos, enfundados en sus prejuicios, como los que lo saben todo. “Sabemos que ese hombre es un pecador porque no guarda el sábado. Sabemos que Dios habló a Moisés, pero éste no sabemos de dónde es”. “¿Vas a darnos lecciones a nosotros?, le dirán al ciego.
Y está el ciego. Mientras que los fariseos se han ido cerrando cada vez más en su increencia, el ciego avanza gradualmente por un camino de coherencia que no dejará de traerle graves complicaciones: “Fui, me lavé y veo… Creo que ese hombre es un profeta…No sabéis de dónde es, pero me ha abierto los ojos….Si no viniera de Dios no podría hacer lo que hace…..» Tal es su postura.
Cuando le han expulsado de la sinagoga, Jesús se hace el encontradizo: “¿Crees en el Hijo del Hombre?” – “¿Quién es, Señor, para que crea en Él?”. –“Lo estás viendo, es el que está hablando contigo”. Y el ciego: -“Creo, Señor”, y se postró a sus pies. Tras la luz de los ojos, ha llegado a la luz de la fe.
La catequesis pone al descubierto que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Las palabras con que Jesús cierra el episodio son bien significativas: «Yo he venido para abrir un proceso, para que los que no ven vean, y los que dicen ver se queden a oscuras».
Los fariseos, al oírle expresarse así, le dijeron: – “¿Es que también nosotros somos ciegos?” Y Jesús respondió: «Si fuerais ciegos, no tendríais pecado, pero porque creéis que veis, vuestro pecado permanece.”.
La apertura a la fe pasa por el corazón. Entra en juego la libertad del hombre, se ventila en el interior de cada uno de nosotros. “¡Señor, que vea!» ¡Admirable oración para esta Cuaresma!