+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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21 de marzo de 2009

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Dios sigue estando presente en la vida de los hombres y mujeres de este nuevo milenio. Son muchas las cosas que lo ocultan, pero nada tanto como nuestra propia ceguera. Son muchos los ruidos que apagan su voz, pero nada la silencia tanto como nuestra sordera. Para encontrarse con Él no basta preguntarse dónde está Dios, tenemos que preguntarnos, más bien, dónde estamos nosotros.

Una característica que afecta a no pocos de nuestros conciudadanos es la indiferencia. Se asienta por lo general en personas que, poco a poco, han ido arrinconando a Dios de su existencia. Viven de hecho en un ateismo práctico. Se han acostumbrado a vivir sin Dios y ya ni siquiera la nostalgia de su ausencia experimentan.

¿Cómo salir de esta situación?, ¿Cómo percibir la presencia de Dios en la propia vida? ¿Cómo llegar a aquella experiencia de Job: “Hasta ahora hablaba de ti de oídas, ahora te han visto mis ojos”?

El evangelio de este cuarto domingo de cuaresma nos presenta a un personaje singular, Nicodemo, aquél que fue a ver a Jesús “de noche”. Lo suyo no parece una visita de pura curiosidad intelectual. ¿Fue tal vez un toque de la gracia, tras haber escuchado a Jesús en alguna ocasión, o haber contemplado alguno de sus signos lo que le empujó a empezar caminar de la noche a los levantes de la aurora, como diría Juan de la Cruz? De hecho, empieza asegurando que “nadie puede hacer los signos que Tú haces si Dios no está con él”.

En el capítulo tercero del Evangelio de Juan se nos describe la entrevista, que no tiene desperdicio. Se dice que era un hombre importante entre los judíos, que era maestro en Israel. ¿Lo de la noche fue por precaución, para no levantar sospechas entre los de su partido de los fariseos? ¿Eligió la noche por ser ésta más propicia para las confidencias y el encuentro sin interrupciones? ¿O, quizá, la noche quiere expresar, como sucede en el Evangelio de Juan, la situación de oscuridad que crea la ausencia de Dios?

Jesús, sin excesivas contemplaciones, empieza por derribar prejuicios: “No podrás entender lo referente al Reino de Dios si no naces de nuevo”. Porque Nicodemo va a Jesús con su bagaje intelectual de viejas leyes rabínicas, de cultos vacíos, de argumentos sólo de razón. Pero para llegar a la verdad eso no es suficiente. Hay que limpiar el corazón de prejuicios e intereses y abrirlo a la confianza. Es necesario renacer de nuevo. Algo parecido a lo que le pasó a la samaritana.

El genial Miguel de Unamuno, comentando este texto en el Ateneo de Madrid, la noche del 19 de noviembre de 1899, dice cómo se curó de aquel intelectualismo, que ocupa a muchos y que consiste en “pasar el tiempo hablando de la última novedad, corriendo tras lo curioso”. “Hay que volver –dice – a la leche de la infancia…”. “Resucité a mi niñez, buscando en mi corazón de niño y yendo con él a mamar la leche que nos hizo hombres, a oír la voz de nuestra niñez, la voz del evangelio”. “¡Ah, Nicodemo! Si comprendieras la entrañable lumbre que es la bondad, la divina potencia de visión con que reviste el espíritu. Para ver, y ver de veras, lo verdadero, lo eterno, no ya tan sólo lo racional y pasajero, es preciso sacudirse de lo impuro de sí mismo, hay que mirar con el hombre interior, desnudándolo de la costra terrenal que enturbia, ofusca y trastorna la recta visión”.

Habla Jesús luego de la serpiente de bronce, que Moisés levantó en el campamento, en medio del desierto. Todo el que era mordido por alguna serpiente venenosa, al mirar la serpiente levantada quedaba curado. ¿Cómo iba a entender el bueno de Nicodemo que la cruz, en la que sería levantado Jesús, la cruz, que era signo de ignominia y de muerte, podía ser causa de salvación y de vida? “Así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna”. Es después de este párrafo cuando Jesús nos regala una de las afirmaciones más densas y bellas de todo el Evangelio: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envío su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”.

La Cuaresma nos prepara para mirar de frente al crucificado y a todos los crucificados de la historia, para mirar la herida de ese corazón, que nos permite asomarnos al amor de Dios, la herida que sana al mirarla, como la serpiente de bronce del desierto.

El evangelista Juan, la narrar la Pasión, nos da un dato curioso: Después de muerto Jesús, en aquella tarde de desolación que siguió a la hora de la cruz, José de Arimatea, junto con Nicodemo, pidieron autorización a Pilato para enterrar el cuerpo de Jesús. ¿Recordaría el bueno de Nicodemo aquello que le dijo Jesús: “El Hijo del Hombre tiene que ser levantado para que tengan vida?”. Parece que su curiosidad intelectual, desde la noche oscura del prejuicio y la increencia, se convirtió, al fin, en camino hacia la Luz y el Amor. Lo cierto es que Nicodemo no fue un indiferente.