+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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13 de marzo de 2010
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]J[/fusion_dropcap]esús fue un admirable contador de parábolas. Algunas se han hecho tan universales que es difícil encontrar, entre creyentes y no creyentes, quien las desconozca. Es el caso de la parábola del Hijo pródigo.
Es importante hacer la composición de lugar, ver lo que motiva la parábola y los destinatarios: La parábola se introduce con estas palabras: «Solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos». Entonces Jesús les dijo esta parábola…» (Lc 15, 1-2).
El padre de la parábola tenía dos hijos. Un día, el menor, rotos los lazos que le ofrecían una entrañable urdiembre de amor y de sentido, dando un portazo se largó de casa, no sin antes llevarse su parte de la herencia. Quería vivir su vida. Pensaba seguramente que la sombra del padre era un obstáculo a su realización humana. Entró así en una loca carrera consumista. Sin referentes de sentido, sin otra norma que las apetencias inmediatas, la tiranía de sus propios deseos le convirtió en un potro desbocado.
“Mientras seas rico tendrás muchos amigos”, decían los clásicos latinos. En poco tiempo dilapidó la herencia. Ahí está solo, curvado sobre sí mismo, insatisfecho en medio de las cosas, sin siquiera tener acceso a la ración de droga diaria que le dejaba cada vez más hambriento. Cayó tan bajo que llegó a sentir envidia de los cerdos que hozaban en la falda del monte. Viajero solitario de un camino sin meta, en realidad no sólo huía del padre que le resulta molesto y exigente, huía también de sí mismo. Ni las cosas por las cosas, ni la droga ni el sexo desprovisto de amor llenaron nunca su ansia de felicidad.
El camino del retorno no fue fácil. Los lazos de la pasión son sutiles, y cuando se descubren tienen el grosor de una cadena. El reconocimiento de su vacío y miseria fueron principio de gracia. El hambre de ternura y cercanía contribuyó a endulzar la amargura del corazón. Y empezó a recapacitar… Pero no era fácil el regreso. El hedonismo materialista embota la sensibilidad y oscurece la vista. Volvió roto, como si viniera del infierno, sólo con la esperanza de ser acogido como un jornalero de la casa del padre.
No podía imaginar que el padre le había esperado, día tras día, con los brazos abiertos y los ojos enrojecidos de llanto y de ausencia.
El hijo mayor podría ser prototipo de los que hemos permanecido en casa, juzgando tal vez el comportamiento del joven pródigo, pero incapaces de descubrir qué clase de padre tenemos.
El caso del hijo mayor es, si cabe, más triste y más difícil. No hay peor ciego que el que el que no quiere ver, ni peor enfermo que el que se cree sano. Es la pura estampa de los fariseos, que entendían de leyes y tradiciones, pero tenían seco el corazón y, por eso, ni entendían a Jesús, ni habían experimentado nunca la ternura del padre. Sin corazón, nada es bueno. Ley, culto y sacrificios sin amor, sólo sirven entonces para engordar la vanidad y para la propia autojustificación.
El hijo mayor es el hombre de la medida y la balanza, del cálculo y las cuentas. Le molesta la vuelta del hermano y le enfurece la generosidad del padre. Cuando la fe se vive sin alegría, más como carga que como gracia, se vive con mentalidad de jornalero cumplidor y exigente, no con conciencia de hijo.
En medio de los hermanos está el padre. Los verbos que definen su actuación ante el hijo que viene roto, como del infierno, no pueden ser más expresivos: “Le vio venir de lejos”, “se conmovieron sus entrañas”, “echó a correr”, “se le echó al cuello”, “se lo comía a besos”, “celebremos un banquete”,… “hijo, todo lo mío es tuyo”.
Buena ocasión la cuaresma para que unos y otros, porque todos quedamos retratados en la parábola, descubramos tanto la miseria del que se va, como la mezquindad del que se queda. Pero sobre todo, para que experimentemos que el Padre Dios tiene entrañas vulnerables, capaces de romperse de amor.
Buena ocasión la cuaresma para preparar, unos y otros, la experiencia del retorno. El retorno es una experiencia pascual, como un paso de la muerte a la vida: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”.
El sacramento de la penitencia es costoso. Empieza por reconocerse uno como es, levantarse, ponerse en camino, reconocer su culpa sin maquillajes ni caretas. Lo que sigue es una lluvia de besos. El sacramento acaba siempre en fiesta, porque Dios es amor. A la hora de la verdad el verdadero personaje de la parábola, el mejor definido es el padre, nuestro Padre Dios, cuyas entrañas sólo Jesús conocía de verdad. Por eso le salió tan redonda la parábola.