+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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2 de abril de 2011
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l episodio del evangelio de este domingo se conoce como “la narración del ciego de nacimiento”. El evangelista Juan, con sutil ironía, pone de manifiesto que todos los personajes que salen en la narración son en cierto modo ciegos, aunque no se percaten de ello. No hay peor ciego que el que no quiere ver. La luz es otro bellísimo símbolo bautismal, propio de la cuaresma.
“Al salir del templo, vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento”. Es uno de esos ciegos que pedían limosna, la única manera que estas personas tenían entonces de ganarse la vida. Uno recuerda los versos inspirados que un poeta compasivo quiso grabar en el rincón mismo en que pedía limosna otro ciego, en aquella atalaya desde donde se contempla abajo la bellísima ciudad agarena y cristiana de Granada: “Dale limosna, mujer, /que no hay en la vida nada/ como la pena de ser/ ciego en Granada”.
En esta ocasión es Jesús mismo quien toma la iniciativa de curar al ciego. La pregunta de los discípulos es consecuente con la cultura de entonces, que vinculaba el mal físico con el mal moral: “Maestro ¿por qué este hombre nació ciego? ¿Quién pecó, éste o sus padres, para que naciera así?”. Es una pregunta de todos los tiempos. Todos buscamos enseguida un culpable. Y Dios es visto con frecuencia como un celoso contable ocupado de la mañana a la noche en cuadrar el balance de premios y castigos. La ceguera de los discípulos está en su incapacidad de descubrir a Dios como un Padre que no sólo no es causa del mal del hombre, sino que está empeñado, hasta la muerte de su Hijo, en transformar el mal en bien. “Ni éste pecó, ni sus padres. Pero la acción de Dios debe manifestarse en él; es necesario realizar, mientras es todavía de día, la obra de aquel que me ha enviado”. El combate contra el mal es el mismo combate de Dios.
Hecha esta aclaración, Jesús va a realizar un gesto aparentemente extravagante, pero que manifiesta el rico simbolismo teológico y sacramental del evangelio de Juan. Haciendo un poco de barro con tierra y saliva lo pone sobre los ojos del ciego, a la vez que le ordena ir a lavarse a la piscina de Siloé. ¿Quiere Jesús con este gesto presentar el nacimiento a la fe como una nueva creación del hombre? ¿Pretende, más bien, ayudar a tomar conciencia de la ceguera, obligar a moverse, a buscar las aguas de la regeneración y la vida? Jesús explica que “Siloé” significa “El Enviado”.
En el ciego podría retratarse el hombre sin esperanza, hundido en el fatalismo, que se conforma con la pequeña limosna de felicidad que la vida le ofrece. “No te empeñes en buscar soluciones al hombre de hoy; no las tiene. Se ha acostumbrado a vivir sin preguntas, instalado en el absurdo y en la angustia”, ha escrito una pluma pesimista. Pero Jesús se manifestará como el que es capaz de dar vida a lo muerto, de poner luz en la más negra oscuridad.
La curación del ciego va a dar lugar a un proceso de reacciones en las que podemos vernos retratados cualquiera de nosotros. Vamos a asistir a cuatro interrogatorios sucesivos
Están los vecinos. Su interés no pasa del de la anécdota o la curiosidad: ¿Cómo fue, qué te hizo, de qué manera te abrió los ojos? Se parecen a muchos de nuestros contemporáneos, para quienes el interés por Jesús o por la Iglesia no va más allá de la anécdota o de la curiosidad periodística.
Están los padres del ciego, a los que los fariseos llaman a testificar. Pero tampoco ellos quieren complicarse la vida. “Sabemos que es nuestro hijo y que nació ciego; pero cómo ve ahora y quién le ha abierto los ojos no lo sabemos; preguntadle a él que es mayor de edad”. El evangelista añade que decían esto porque tenían miedo a los judíos, “que ya habían decretado expulsar de la sinagoga a quien reconociera a Jesús como el Mesías”.
Están los fariseos, enfundados en sus prejuicios, como los que lo saben todo. “Sabemos que ese hombre es un pecador porque no guarda el sábado. Sabemos que Dios habló a Moisés, pero éste no sabemos de dónde es”. “¿Vas a darnos lecciones a nosotros”?, le dirán al ciego.
Y está el ciego. Mientras que los fariseos se han ido cerrando cada vez más en su increencia, el ciego avanza gradualmente por un camino de coherencia que no dejará de traerle graves complicaciones al explicarse ante los fariseos: “Fui, me lavé y veo… Creo que ese hombre es un profeta… No sabéis de dónde es, pero me ha abierto los ojos… Si no viniera de Dios no podría hacer lo que hace…”. Tal es su postura y esta postura de limpia coherencia le conduce a la excomunión por parte de los que de antemano ya han tomado postura.
Cuando le han expulsado de la sinagoga, Jesús se hace el encontradizo: “¿Crees en el Hijo del Hombre?”. Y el ciego: “¿Quién es, Señor, para que crea en é?”.–“Lo estás viendo, es el que está hablando contigo”. Y el ciego: -“Creo, Señor, y se postró a sus pies”, dice el evangelio. Tras la luz de los ojos, ha llegado a la luz de la fe a su alma.
Las palabras con que Jesús cierra el episodio son bien significativas: «Yo he venido para abrir un proceso, para que los que no ven vean, y los que dicen ver se queden a oscuras».
Son muchas las cosas que impiden acercarse a la Luz, pero nada tanto como nuestra propia ceguera. Para encontrarse con Él no basta preguntarse dónde está Dios, tenemos que preguntarnos, sobre todo, dónde estamos nosotros. ¿Queremos ver? Jesús nos dice hoy, como al ciego: “¿Qué quieres que haga por ti?”. El proceso pasa por el corazón de cada uno, por el interior de cada hombre.