+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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17 de marzo de 2012
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l evangelio de este domingo es parte de la conversación entre Jesús y Nicodemo, el magistrado judío que fue a ver a Jesús de noche. Un agudo y sugerente comentario sobre el mismo es el que, a modo de “sermón laico”, hizo don Miguel de Unamuno en el Ateneo de Madrid la noche del lunes 19 de noviembre de 1899.
La parte del texto que se lee este domingo se abre con una invitación a mirar, a levantar los ojos. San Juan, para situarnos ante el misterio de la cruz, que contemplaremos el Viernes Santo, recurre a un recuerdo bíblico: Durante su travesía de cuarenta años por el desierto, los hebreros se vieron asaltados por serpientes venenosas, cuyas mordeduras traicioneras resultaban mortales. Moisés ordenó, entonces, hacer una serpiente de bronce, que colocó sobre un madero vertical en medio del campamento. Es la imagen mitológica que los médicos siguen teniendo todavía hoy como emblema de la medicina. “Quien volvía los ojos al Signo levantado en medio del campamento quedaba curado no por el objeto mismo, sino por ti, Señor” leemos en libro de la Sabiduría (16,7).
Notamos que la interpretación del libro de la Sabiduría viene a decir que la curación no es por arte de magia, como si se tratara de un talismán. Mirar la serpiente era un acto de fe en el Dios salvador.
Nosotros somos invitados a mirar a la Cruz: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”. El apóstol Juan, el único de los Doce que estuvo a los pies de la Cruz en aquel mediodía del viernes santo, no ha podido olvidar ni aquel día ni aquel espectáculo. Setenta años después nos remite a aquella imagen en la que él ha meditado tan largamente.
Para Juan, la “Cruz” y la “Pascua” son el mismo misterio, que él expresa con esa frase de doble sentido: “Jesús ha sido levantado de la tierra”. Para Juan, decir “crucificado” es lo mismo que decir “exaltado”. En la cruz ha visto el inicio de la Ascensión; la hora de la cruz es la hora de la Gloria de Dios.
Cuando, en la noche de la Cena, salió Judas del Cenáculo, dijo Jesús: “Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él”. Y cuatro días antes les había dicho a Andrés y a Felipe: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto…Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”.
La muerte de Jesús es la cima del amor del Hijo al Padre y la cima del amor del Primogénito por sus hermanos pecadores. El madero de la Cruz, al que está clavado tras sufrir una tortura horrible, es una cima de dolor y de muerte, pero cima también de amor y de revelación divina.
Hay que cerrar los ojos para ver lo invisible, para descubrir que “no hay amor más grande que dar la vida por aquellos a los que se ama”. Y ver .en ese amor el signo de otro amor extremo: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna”.
Con frecuencia andamos tentados de pesimismo al ver tanto mal y tanto sufrimiento en el mundo. Pero este mundo es amado por Dios apasionadamente.
Nos sigue diciendo el texto: “Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”. La voluntad de Dios es clara: ha querido hacer al hombre partícipe de su vida, pero no lo impone a la fuerza, porque un amor impuesto deja de ser amor. Para que sea efectivo es imprescindible que el hombre abra su corazón y acoja ese don.
A veces, en nuestras noches de cansancio o de duda, nos preguntamos dónde esta Dios. Hay que preguntarse también dónde andamos nosotros. El final del texto debería de hacernos pensar: “Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”.
Don Miguel de Unamuno comenta: “Ah, Nicodemo. ¡Si comprendieras la entrañable lumbre que es la bondad, la divina potencia de visión con que reviste el espíritu! Para ver, y ver de veras, lo verdadero y eterno, no ya sólo lo racional y pasajero, es preciso sacudirse de lo impuro de sí mismo, hay que mirar con el hombre interior, desnudándolo de la costra terrenal que enturbia, ofusca y trastorna la recta visión. Te enseñaron tus maestros, Nicodemo, que nadie puede mirar sino desde donde está y a través de sus ojos, e ignoran que puede el hombre mirar desde Dios”.
“Hay que nacer de nuevo”, le había dicho Jesús a Nicodemo, que, preso de sus prejuicios intelectuales, no le entendía. Dice don Miguel que él, como Nicodemo, padeció ese intelectualismo que acaba en autofagia, devorándose a sí mismo. Nos cuenta cómo se curó él: “Buscando en mi corazón de niño y yendo a mamar la leche que nos hizo hombres, a oír la voz de nuestra niñez, la voz del Evangelio”. ¡Genial, don Miguel!