+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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22 de diciembre de 2007

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Estamos a unos días de la Navidad. Las calles tienen ya aire de fiesta y las tiendas hacen más agresivos sus reclamos publicitarios. La liturgia de este domingo nos retrotrae al momento de la Anunciación, cuando Jesús empezó a ser un humilde embrión, oculto en el seno cálido de María, como lo hemos sido cada uno de nosotros en el seno de nuestras buenas madres. Una de las mejores formas de preparar la Navidad es la meditación del relato.

Lucas, sin duda, frecuentó los medios judeo-palestinenses, donde se conservarían las tradiciones relacionadas con la familia de Jesús. Es probable incluso que encontrara a María en persona, ella que «guardaba todas estas cosas en su corazón». El tercer evangelista, además de ser un escritor delicado, el más fino de los cuatro, quiso ser también historiador. Tuvo el cuidado de «encontrarse con aquellos que, desde el principio, fueron los testigos oculares, a fin de informarse de todo, antes de escribir su Evangelio».

Probablemente Lucas, tan próximo a los misteriosos acontecimientos, experimentó, como nos pasa a nosotros hoy, el problema del lenguaje: cómo y con qué palabras expresar la experiencia vivida por aquella joven. Se trata, nada menos y nada más, de la concepción «según la carne» del Hijo de Dios. Por suerte, disponía de la larga tradición literaria y teológica de la Biblia. El, pues, vació su información en los moldes del lenguaje preparado en el corazón de Israel. La tela del relato de la Anunciación está tejida toda ella con hilos bíblicos. La Revelación es una maravillosa mina de expresiones, imágenes y símbolos para intentar traducir en lenguaje humano el misterio inefable de Dios.

Nazaret era una aldea de una veintena de casas, unos ciento cincuenta habitantes, según los arqueólogos. «¿De Nazaret puede salir algo bueno?», decían. Al contemplar a María en su pequeña y pobre casa nos acercamos a la humildad de la Encarnación: «Se anonadó, tomando la condición de esclavo» dirá san Pablo más tarde.

«Alégrate, la llena de gracia, el Señor está contigo». Alégrate es la expresión con que los profetas anuncian a Israel la venida de su salvador: «¡Alégrate y grita de júbilo, hija de Sión». «El Señor ésta contigo» es la fórmula habitual con que Dios alienta a los que llama a una alta misión. La nueva misión, que se expresa también cambiando el nombre del llamado. En este caso el ángel se dirige a María con un nombre nuevo: «la llena de gracia».

«El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra». María no percibe el misterio de su Hijo por medio de definiciones dogmáticas abstractas, sino por un juego admirable de imágenes y símbolos bíblicos. La nube y la sombra son los signos inequívocos de la presencia de Dios. El Espíritu que, al comienzo del Génesis, planeaba sobre las aguas primordiales para dar la vida, es como si inaugurara ahora una nueva creación. La sombra de la nube desde la que Dios hablaba a Moisés o cubría el Templo indica que María es ahora el habitáculo de la presencia de Dios. Para una muchacha judía habituada al lenguaje bíblico las palabras del ángel traían toda esa evocación. Sólo quien acepta ponerse a ese nivel de fe, podrá sobrepasar la superficie del relato.

Dios no entra a saco en la vida de María, respeta los niveles de libertad y de responsabilidad. Pero María ha percibido, a través de las imágenes, lo esencial para comprometerse. Su respuesta es admirable. Hay «sies» que cambian la historia del hombre y del mundo. El de María no pudo ser de más disponibilidad: «Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mi según tu palabra». ¡Magnífica y ejemplar respuesta para quienes nos disponemos a celebrar la Navidad!