+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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19 de diciembre de 2015
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]D[/fusion_dropcap]ecía un amigo mío que las tres virtudes teologales son cuatro: fe, esperanza, caridad y alegría. ¿No habría que añadir este año la misericordia? Navidad es la fiesta de la alegría, no del sentimentalismo superficial y pasajero. No hay cosa más bella en este mundo que comunicar alegría. ¡Bastantes penas tiene ya la vida! Celebrar la Navidad, os lo aseguro, es más hermoso y da más alegría que celebrar el solsticio de invierno.
Navidad es una fiesta con alma. Es bonito que en casa haya un “belén” con el pesebre, los pastores y los magos, con el buey y la mula. Pero celebrar la Navidad es más que eso: es quedar sobrecogidos de asombro ante el misterio del Dios infinito que nos manifiesta su amor dándosenos en un recién nacido; es escuchar el llanto de ese Niño y, en su llanto, escuchar el de tantos hermanos suyos ignorados, despreciados, escarnecidos, que tendrán para siempre de su parte a este Niño. Pero para esto se necesita, como nos recuerda el Evangelio de este último domingo de Adviento, una honda capacidad de asombro.
Es el asombro que resuena en las palabras de Isabel al saludar a su prima María: ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Esel asombro que se repite, sólo que con notas más intensas, en el cántico de alabanza de María, el Magnificat, del que se nos ofrecen sólo las palabras iniciales, como una consigna, casi como una jaculatoria o como un estribillo para acompañar nuestros cantos navideños.
Es el asombro que embarga a quien percibe la sorprendente novedad de los dones de Dios y del Dios de los dones. Él llama a una maternidad humanamente impensable a Isabel, una mujer casi anciana y estéril; Él hace de una joven aldeana de Nazaret la madre del Señor. Es el asombro que resuena por la serranía de Judea en el canto de las dos mujeres, porque en las entrañas de María se abrazan Dios y el hombre.
Es el asombro de los pobres que no exigen pruebas espectaculares para creer, porque saben ver lo signos tenues de la presencia providente y amorosa de Dios. Sólo con un corazón como el de María, la humilde y pobre sierva del Señor, es posible exultar de gozo por los dones de Dios y por su imprevisible sorpresa.
En Navidad, Dios no es sólo el dador generoso, es el don increíble que se nos da. Dios nos da a Dios dándonos a su Hijo. El Poeta Paul Claudel, convertido en una Navidad, se expresaba así: Se pone desnudo en nuestros brazos; no manda, no se impone; pide; su indigencia reclama nuestra ayuda.
El asombro es fruto de una mirada contemplativa, hecha con ojos puros.Ojos puros para ver al otro como un hermano. Desde que aconteció la Navidad, todo rostro, especialmente el de los pobres con quienes Él se identificó, lleva impreso sus rasgos.
Ojos puros para leer la historia por el reverso, sobre todo cuando ésta viene determinada por el mercado o dominada por los poderosos. Dios pone las cartas boca arriba, como en el canto del Magnificat: Derriba a los poderos y enaltece a los humildes.
Ojos puros para ver a la Iglesia como una madre, que, a pesar de sus manchas y arrugas, se renueva y purifica para trasparentar la belleza de la esposa del Cordero, los signos del amor fiel a su Señor; una Iglesia que no se siente la dueña del Señor, sino que va a su encuentro mientras da voz a las esperanzas del mundo
En estos días todos somos invitados a abrirnos al don de Dios, como María. Si lo hacemos, también nosotros cantaremos con toda verdad el Magnificat. ¡Feliz Navidad!