+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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7 de diciembre de 2009

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Cuando en una familia se aguarda el nacimiento de un hijo, sobre todo si es el primero, se respira por toda la casa el ambiente de espera y de esperanza. Quienes van a ser papá y mamá preparan la cuna, se disponen a cambiar de hábitos para concentrar sobre el que va a nacer toda la atención, se intensifican las visitas al médico, se espera con ansia el momento del parto, atentos a cualquier señal que apunte la llegada. Todo está centrado en el “nasciturus”.

Dios, en cambio, parece que toda su atención la ha centrado sobre su madre. El Hijo que iba a nacer para traer la salvación esperada, debía de tener una madre excepcional. Pero la excepcionalidad no radicaría en la belleza corporal, en el poder, en el estatus social o en cualidades extraordinarias. No es esto lo que Dios mira, sino la profundidad esencial de la persona, su enraizamiento total en el Señor.

Desde que el hombre es hombre hemos sido concebidos en una historia de maldad. “En pecado me concibió mi madre”, dice el salmo 50. Es como si, en virtud de la solidaridad humana en el bien y en el mal, el árbol de la historia, dañado en su raíz, contagiara a las ramas, a las flores y a los frutos que nacerían de él. Pero la que iba a traer al Salvador, la nueva Eva, madre de los vivientes, no podía estar ligada a esa cadena de maldad, no podía estar implicada en la rebelión del hombre quien debía ofrecer el cuerpo, la sangre y la vida al Salvador. Era un sueño de Dios devolver la creación su belleza original.

Pero Dios quiere colaboradores no obligados, quiere depender de la libertad de María y le tiende delicadamente la mano, la llama a la colaboración, reclama el don de su liberad, de su ser: – “Eres llena de gracia, la gracia colma tu existencia, tu presente y tu pasado, ¿quieres ser mi madre?”, la requiere por medio del ángel.

“Aquí está tu esclava, cúmplase tu Palabra, llénese mi vida de tu amor infinito. Tu nombre es santo y omnipotente”.

Así es María Inmaculada. Desde entonces afrontaría todas las heridas de sus hermanos y hermanas de humanidad. Acogedora limpia y transparente del proyecto de Dios, se convierte de esta manera en pedagoga de la fe de todos los cristianos mostrándoles con su vida el camino del encuentro con Dios y con los demás.