+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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7 de diciembre de 2013

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«Los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio que hunde sus raíces en el corazón humano«, afirmó el Concilio Vaticano II.

Algunos, sin embargo, creyeron que el ser humano nacía con una tendencia innata al bien, que bastaría dejarle crecer sin trabas para que fuera felizmente guiado por la razón natural, pero tal paraíso libertario no ha existido nunca. Lo del «buen salvaje» no fue más que un sueño literario, desmentido por la realidad diaria. La naturaleza dejada a su propia suerte no nos orienta sólo al paraíso; es compleja y contradictoria, mezcla de razón ordenadora y de pulsiones inconfesables. Andamos como dañados de raíz. El pecado original, desprestigiado e ignorado en el lenguaje actual, cobra, sin embargo, categoría de dato constantemente verificado en las grandes miserias de la humanidad y en la experiencia de cada corazón humano.

Otros, a tono con la cultura del “todo vale”, se empeñan en negar la realidad del pecado como realidad personal. Pero, como dice un eminente teólogo, sólo quien no ha superado el nivel de la animalidad, o no ha descubierto la misión a la que está llamado, puede atreverse a negarlo. Lo del “todo vale”, aunque se presente envuelto en papel de progresismo, no deja de ser una grave amenaza para el presente y el futuro de la humanidad.

La fiesta de la Inmaculada nos viene a recordar, desde la ventana que el adviento nos abre cada año a la esperanza,  que estamos dañados, pero no todos. Por muy marchito que se encuentre el árbol de la historia, María desborda salud. María es el amanecer de una nueva tierra, de nuevas posibilidades para la humanidad herida.

Entre tantas realidades positivas, la negatividad del mundo es también evidente. ¿Quién puede negar la realidad del dolor y las lágrimas, la explotación de los débiles, el hambre y la injusticia, la sangre y la violencia? Pero esa no es toda la verdad, sólo la primera parte. En María se abrió un capítulo nuevo, que aún no se ha cerrado.

Como dice bellamente un autor, estamos enfermos, pero no desahuciados, hemos perdido muchas partidas, pero no estamos definitivamente eliminados. La Inmaculada proclama que Dios tiene un proyecto de gracia para todos los hombres. En ella, Madre de la nueva humanidad, se ha hecho realidad luminosa; en ella tenemos la prueba de que puede ser ejecutado. Las doce estrellas de María iluminan nuestra noche y nos revelan que Dios nos busca en nuestras sombras.

María fue colmada de gracia desde el primer instante de su concepción, porque iba a ser espacio de la Encarnación de Dios. Desde entonces, cada uno podemos entrar en la zona de la santidad a causa de la entrega que Cristo hizo de sí.

María, metáfora del sueño de Dios, que quedó frustrado por la libre decisión del hombre, es como el espejo que por no estar manchado, ni rayado, no roto, nos devuelve nuestra mejor imagen al mirarnos en él. Está hecha de arcilla, lo mismo que nosotros, pero nuestro barro puede recocerse a su luz. Vivió con los pies en el suelo y experimentó el  sufrimiento. La gracia no eliminó su humanidad, sino que la puso de relieve y la potenció al máximo. Fue un trozo de historia, un poco de tierra quebradiza habitado en plenitud por el Espíritu. Cuanto más santa, más creció en humanidad; cuanto más cerca estuvo de Dios, más reconoció su infinita distancia y más cerca se sintió de su pueblo. Por eso, a la vez que «proclamaba la grandeza de Dios”, cantaba las esperanzas de todos los humildes y humillados.

El pueblo cristiano adivina en María la aurora de un tiempo nuevo y posible con la gracia de Dios. Y ella, como buena madre, contribuye a hacerlo posible.