Pablo Bermejo
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15 de diciembre de 2007
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La semana pasada al salir de Misa y escuchar hablar del Adviento, mi amigo Fran me dijo disgustado: “No sé por qué, pero la Navidad me hace más ilusión cuando está por llegar que cuando por fin ha llegado”. Lo pensé un poco y me di cuenta que a mí me pasa igual, y realmente también a mucha gente. Entonces nos pusimos a discutir sobre si esto era bueno o malo. Nos compramos sendos cucuruchos pequeños de castañas y Fran exclamó: “Por ejemplo, me hace ilusión andar por la calle comiendo castañas porque me siento más cerca de Navidad. Cuando era pequeño, el día 24 estaba deseando que llegara la noche para juntarnos toda la familia y jugar con mis primos. En cambio ahora tengo presión por si me preguntan por qué no he acabado la carrera y luego me critican a mi espalda. Prefiero pasarme el 24 entero de cañas en la Tejares con todos los amigos”. Ante ese aluvión de ideas seguimos hablando y nos preguntamos si la Navidad es sólo para niños y cuando crecemos aún nos hace ilusión porque lo asociamos a nuestros recuerdos pero al llegar el día 25 nos sentimos desilusionados.
Quizás, pensamos, nuestro problema es que no sabemos qué esperar del señalado día 25 y por eso nos sentimos frustrados cuando por fin llega. “Si al menos nevara y se pudieran hacer muñecos…”, me dijo Fran. Es sabido que el hombre no puede vivir sin objetivos en su vida. Es la idea de una meta la que nos da la ilusión de luchar esperando la victoria. En ese punto, cuando ya casi nos habíamos acabado los cucuruchos de castañas, pensamos que al final iba a ser cierto eso de que la Navidad no es un día sino una trayectoria ascendente. Una ascensión que nunca debe acabar y que, en cuanto le pones punto de fin, caes al principio y el golpe te deja grogui. El adviento comercial y el adviento vacacional crean una ilusión que puede ser buena.
Como ya creía Platón hace más de dos mil años, el cuerpo y el alma interaccionan entre sí y se puede sacar provecho de ello. Si engañamos a nuestra alma creyendo que la Navidad es pasar el día 24 tomando cañas con nuestros amigos y luego cenar con la familia, nuestro cuerpo y alma se darán mutuamente un batacazo final al despertaros el 25. “¿Entonces qué hay que hacer para que la Navidad no nos decepcione?”, le pregunté a mi amigo. Pero nuestros cucuruchos ya no daban para más y teníamos frío, así que a esa pregunta tan difícil ya no nos dimos respuesta.
Quizás cada uno deba buscar su propio camino ascendente y no dejarse caer, ni empujar, al principio cada vez que llegan lo que algunos se atreven a llamar “Felices Fiestas” confundiéndolo con un deseo mucho más profundo, el de “Feliz Navidad”.