+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
|
23 de enero de 2010
|
72
Visitas: 72
[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]s un hecho recurrente que cada cierto tiempo algunos periódicos se creen obligados a servirnos noticias sensacionales sobre Jesús. Documentos editados y manejados por los estudiosos desde hace siglos se nos presentan como recién desenterrados de las arenas del desierto, como nuevos y extraordinarios hallazgos sobre Jesús, que vendrían a poner en tela de juicio todo lo afirmado hasta ahora. A veces hasta se presentan como textos ocultados por la Iglesia con no sé que secretas intenciones. Lo grave es que esto se lance al mercado de un público que no distingue lo que es la investigación científica de la noticia sensacionalista que sólo pretende vender.
Uno ya conoció hace años la imagen de un Jesús a lo Che-Guevara. Hoy, en tales supuestos hallazgos, Jesús se parece más a un pacifico revolucionario esotérico. La cosa no es nueva; ya en los primeros tiempos circularon relatos apócrifos, que las mismas comunidades cristianas rechazaron como no verídicos. Sólo se aceptaron como verdaderos evangelios los cuatro que conocemos. Y no es por casualidad que éstos sean bastantes más antiguos que los otros, que datan de los siglos segundo, tercero o cuarto.
Leemos hoy el breve prólogo que Lucas colocó al comienzo de su evangelio. Nos habla de cómo otros han emprendido la tarea de relatar los hechos transmitidos por los que fueron testigos oculares de Jesús desde el principio: “Por eso yo también, después de investigarlo todo cuidadosamente desde los orígenes, he resuelto escribírtelo por orden, para que compruebes la solidez de las enseñanzas que has recibido”. Es un testimonio precioso sobre la fiabilidad de los evangelios. No se puede olvidar el interés de los discípulos en guardar en la memoria las palabras y los hechos de Jesús y el empeño de trasmitirlos con exactitud. Se trataba de las palabras y los hechos de aquél a quien querían y por y el que acabarían dando la vida, rubricando la fidelidad de su testimonio con la propia sangre. No eran mitos o leyendas lo que los miembros de las primeras comunidades querían conocer, sino lo que había sucedido, lo que Jesús había enseñado, sus sufrimientos en la pasión y el transcendental acontecimiento de su resurrección. Éstos relatos se transmitieron primero oralmente. Dos de los evangelistas habían sido discípulos de Jesús. Lucas se incorporaría más tarde. Le encontramos acompañando a san Pablo. En el libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta con precisos detalles los viajes en los que acompañó al Apóstol. Por eso, decide conscientemente, a partir de sus investigaciones, ofrecer en su evangelio una exposición fiable para que la comunidad cristiana sepa que su fe se apoyaba en bases sólidas.
Tras el breve prólogo, nos cuenta Lucas que cómo Jesús empieza sus enseñanzas en las sinagogas. No inicia su ministerio en Jerusalén, la ciudad del templo, de los reyes y de los pontífices, sino en un rincón lejano y olvidado, “la Galilea de los gentiles” como entonces decían con desprecio.
Un sábado vino a Nazaret, la aldea donde se había criado. Como era su costumbre los sábados, entró en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura. (Lo que hacéis, domingo tras domingo en nuestras misas, tantos buenos cristianos). Encontró el pasaje donde está escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para proclamar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, para dar vista a los ciegos. Para liberar a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor”. Se trata de una liberación que abarca al hombre entero, que implica además todos los dones de gracia y salvación: Él trae el gran jubileo y el gran júbilo: la presencia de la gracia y de la salvación.
Acabada la lectura se permitió hacer una breve homilía. La más breve y la más verdadera jamás pronunciada: “Hoy, entre vosotros, se cumple esta Escritura que acabáis de escuchar”. Lucas utiliza doce veces en su Evangelio ese solemne y misterioso “hoy”, como si se hubieran detenido todos los relojes. ¿Sigue siendo realidad ese “hoy” de Jesús en medio de nosotros? ¿Le seguimos experimentando como nuestro Salvador, lo siguen experimentando los pobres como buena noticia para su vida?
Es verdad que Jesús no ha abierto todas las prisiones, no ha curado a todos los ciegos, ni a todos los enfermos, no ha quitado de nuestro planeta todas las opresiones. Pero en su persona y en los signos que hacía se manifestaba que el Reino de Dios estaba presente y operante. En él se revelaba la fuerza del amor, la única fuerza capaz de cambiar el mundo, porque es la única fuerza capaz de cambiar el corazón del hombre. Cuantos se acercaron a él con fe tuvieron la dicha de experimentarlo.
En Jesús se hizo realidad lo que anunciaba. Se ha hecho realidad y se sigue haciendo allí donde hay cristianos ungidos, conducidos y alentados por el Espíritu. A lo largo de los dos mil siglos de cristianismo, ayer y hoy, no han cesado de surgir obras admirables de misericordia que han sido alegría para los pobres. ¡Tantas obras y tantas personas que se han entregado en cuerpo y alma a curar, a enseñar, a dar de comer, a llevar la Buena Noticia a los demás! Otras veces han sido voces proféticas las que se han levantado denunciando injusticias y opresiones. ¿Se cumple hoy en nosotros, ungidos también por el Espíritu, la palabra que hemos proclamado?