+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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25 de enero de 2014
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]os comienzos de una obra son siempre interesantes. En los comienzos se diseña el futuro. Por eso, a los historiadores les apasiona tanto indagar los orígenes.
El evangelista Mateo nos presenta la época de Jesús como un tiempo difícil, dramático a veces. El poder político había metido en prisión a Juan el Bautista, silenciando así su voz profética. Es entonces cuando Jesús toma el relevo lanzándose a una aventura que, también a Él, le conducirá al mismo destino trágico que al precursor.
Deja la pequeña aldea de Nazaret, escondida entre colinas, va a la orilla del lago, a Cafarnaún, villa fronteriza y cosmopolita, atravesada por el llamado Camino del Mar, que enlazaba Damasco con Cesarea, el puerto del Mediterráneo. En ese lugar estratégico comienza a sonar la Buena Nueva, que, desde entonces, no ha dejado de ser resonar en todas las lenguas y rincones del mundo. Jesús anuncia con hechos y palabras el Reino de Dios, presente en su vida, e invita a la conversión.
Pero el Reino de Dios necesita de hombres y mujeres disponibles y decididos a colaborar en su extensión, y que, luego, prosigan la obra de Jesús. Por eso, lo primero es buscar colaboradores. Llama a sus primeros discípulos, hombres sencillos, pero generosos. No les propone de antemano un reparto de funciones, sino que los vincula a su persona, a su seguimiento. Él va delante, es el punto de referencia.
Lo que comenzó junto al lago, hace ya dos mil años, debe ser transmitido, ampliado, continuado a través de los siglos. Por eso, Él sigue repitiendo, como entonces: “Venid, seguidme, os haré pescadores de hombres”.
La prontitud en responder, dejando barcas y redes, nos hace entrever el inmenso atractivo y seducción de la persona de Jesús y de su mensaje: “Y ellos, dejándolo todo, le siguieron”.
Hoy parece haberse devaluado la estima por la vocación apostólica, bien sea ésta laical, religiosa o sacerdotal. Seguramente todos tenemos alguna parte de culpa: los consagrados y los no consagrados, los padres y los hijos, el medio ambiente y el mal ambiente. Y sin embargo es seguro que Jesús sigue pasando de nuevo por la orilla de todos los lagos donde se teje la vida…, y sigue invitando. ¿Por qué no se escucha su voz?
Lo he contado varias veces: Recuerdo que había subido con un grupo de adolescentes a la montaña. La melena de nieblas que cubría las cumbres fue adensándose y empezó a descender en una invasión silenciosa. Conscientes del peligro decidimos emprender el descenso, porque la niebla en la montaña es muy peligrosa; se pierde toda orientación. Pero la niebla bajaba cada vez más aprisa, casi en tropel. Pedí a los chicos y chicas que nos apiñáramos. Así hasta llegar a la plataforma desde donde seguía ya un camino asfaltado y seguro. Entonces echamos en falta a un chico. Los mayores, ante el peligro de que se echara encima la noche, salimos en su búsqueda. Agitábamos una linterna, gritábamos sin cesar el nombre del perdido, pero la niebla se comía nuestras voces. El muchacho que se había quedado atrás, atándose las botas, era incapaz de escucharlas. Nuestra preocupación se trocó en alegría cuando, a los pocos minutos, lo encontramos bastante más tranquilo que los que le buscábamos.
A lo mejor el problema vocacional es también cuestión de nieblas, de ataduras o impedimentos que obstaculizan que la voz del Señor llegue nítida y transparente al alma.
“A los que habitaban en sombras de muerte una luz les brilló”, escucharemos en un antiguo texto de Isaías, que Mateo aplica ahora a Jesús.
Dichosos los que ven la luz, los que escuchan la llamada y la siguen. Bienvenidos los que se apuntan con ánimo de mejorar nuestro mundo, de ser prolongadores de la Buena Noticia. Bienvenidos quienes toman opciones radicales, aquellos que no miran tanto lo que dejan – redes, barcas, familia- como lo que escogen.¿Impedirán las nieblas de nuestra sociedad y las que pueblan el corazón que haya jóvenes que, viendo las necesidades del mundo, escuchen la llamada entrañable de Jesús y sigan respondiendo, como otros lo hicieron ayer a la orilla del lago: “Te seguiré, Señor, dondequiera que vayas?”.