+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

|

5 de abril de 2008

|

194

Visitas: 194

“Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, y conversaban sobre todo lo que había pasado».

Encontrarse con Jesús había sido para estos dos discípulos como estrenar una ilusión. Pero ahora, después de lo que aconteció en el Calvario, todo se ha venido abajo. Fue un golpe tan fuerte que, en este atardecer, la desesperanza y el desencanto pesan sobre ellos como la losa del sepulcro. Les gustaría olvidar, pero no logran quitar de la cabeza y del corazón el recuerdo de Jesús. Había sido una experiencia tan honda, tan inolvidable…. Por eso, tras cada silencio, vuelven a preguntarse, una y otra vez, por lo sucedido.

¿Quien no conoce el camino de Emaus?: “Son todos los caminos por los que intentamos escapar de nuestros problemas y de nuestras cruces. Son nuestros sueños fracasados y nuestras ilusiones rotas. Pueden ser las mil formas de evasión que nos creamos para escapar de una realidad que se nos hace insoportable”, dice un comentarista del texto.

«Nosotros esperábamos…” comentaban cariacontecidos. Los jóvenes de mayo del 68, que gritaban aquello de «la imaginación al poder», esperaban que vendría un mundo nuevo y distinto. Muchos cristianos esperábamos que tras el Concilio llegaría una Iglesia vigorosa y rejuvenecida. Y soñábamos los españoles, a mediados de los años setenta, que con la democracia tendríamos una sociedad más justa, más libre, más participativa. Triunfalistas, como los de Emaús, esperábamos seguramente una salvación sin esfuerzo y sin sacrifico, algo así como un desfile de victoria; pero sin tener que pasar por el combate.

No es que uno se niegue a reconocer que ha habido importantes avances en la sociedad, pero también hay que reconocer que “la violencia, el terrorismo, la droga, el deterioro ético… se han encargado de pinchar muchos globos de colores y de extender una epidemia global de desencanto. Y algo parecido nos ha pasado en la Iglesia: A la euforia conciliar ha sucedido un invierno de indiferencia creciente; tras los sueños de renovación nos encontramos con demasiada vejez y poca juventud”, sigue diciendo nuestro comentarista.

La desesperanza ha llegado hasta el corazón de las personas, ha infectado gravemente hasta ese recinto de ilusión que es la familia. ¡Con qué facilidad adquiere sabor de hiel la dulzura de la luna de miel! ¡Hay tanta gente que cada día tira la toalla y emprende su particular camino de Emaús…! Si, al menos, aceptáramos la compañía de Jesús. Porque es bueno en estas situaciones dejar que el Señor entre en nuestra vida.

Jesús, como un desconocido, salió a su encuentro y se puso a caminar con ellos. Por el camino les fue explicando las Escrituras, les echó en cara amorosamente su torpeza para comprenderlas. Pero ellos no acababan de entender que en la vida hay que contar con la cruz; que nada grande y hermoso, en que ande por medio el amor, se logra sin una dosis importante de entrega y de pasión; que el sufrimiento ayuda a madurar y a crecer; que la cruz puede ser cruz redentora.

«Unas mujeres vinieron esta mañana hablando de ángeles y de apariciones…” “¡Delirios de mujeres!”, pensaban ellos. Había que ser realistas y atenerse a los hechos. Quien no tiene en cuenta todas las dimensiones de la realidad acaba siendo siempre un triunfalista frustrado.

El misterioso caminante les iba quitando una venda de los ojos, les iba caldeando el corazón. «¿No ardía nuestro corazón mientas nos hablaba por el camino y nos explicaba las escrituras?», comentarían más tarde.

Al llegar a la aldea, él hizo ademán de seguir adelante, pero ellos le insistieron, casi le forzaron: “Quédate con nosotros, porque el día ya va de caída”. En el fondo sentían que le necesitaban. Y se quedó a cenar con ellos.

«Sentado a la mesa tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio». Fue como una Eucaristía; el signo inequívoco de su presencia viviente y el memorial inequívoco de su amor entregado. «Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista». Los que habían visto sin conocer, ahora conocen sin ver.

La tristeza se tornó alegría. Y entonces mismo, en plena noche, se pusieron a desandar el camino para volver a Jerusalén y compartir con los hermanos el gozo de un encuentro que había obrado el milagro. La presencia de Jesús y su catequesis, ayudando a incorporar la cruz como parte integrante para entender la totalidad de lo real, convirtió lo que era un camino hacia la noche -Emaús- en un camino hacia al alba -Jerusalén-.

En una sociedad hedonista como la nuestra donde no se nos enseña la sabiduría de la cruz, del sacrificio o del sufrimiento, van a ser cada día más los caminantes de la desilusión. Imaginemos que volviera una época de recesión económica fuerte y prolongada. ¿Serían capaz de soportarla las nuevas generaciones, acostumbradas atenerlo todo o casi todo?

Os dejo con un aviso para caminantes: El Resucitado está siempre dispuesto a hacerse compañero de camino y a explicarnos las Escrituras. Y, por supuesto, cada domingo podemos volver a descubrirle en la «fracción del pan».