+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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17 de abril de 2010

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¿Quién no ha conocido a alguna persona, que, tras la muerte del esposo, la esposa u otro ser muy querido ha experimentado la sensación de que todo se le derrumbaba, que, sin la persona amada, la vida ya no tenía sentido? Luego, aunque la herida nunca se cierre del todo, el principio de la realidad se impone: hay que salir adelante, porque la vida continúa.

Esa debió de ser la situación de los discípulos de Jesús después de Pascua. Es verdad que habían tenido el gozo del reencuentro. Jesús estaba vivo, había resucitado, pero no era ya de este mundo. Aunque se les había aparecido reiteradas veces, no estaba entre ellos, que sí continuaban en el mundo. La vida tenía que seguir.

Esta situación de los discípulos resulta iluminadora para nosotros. Creemos que Cristo ha resucitado, pero ello no nos exime de las dificultades que comporta la existencia. ¿Qué hacer, sino volver a las anteriores ocupaciones, a lo que sabían hacer para ganarse el pan de cada día? Y ahí los vemos a unos cuentos del grupo faenando de nuevo en el mar, que a veces es generoso y, a veces, cierra sus entrañas.

En su primera noche de pesca no han cogido nada. Es entonces cuando un desconocido, desde la orilla, se interesa por ellos. Sorprende que sigan el consejo de un extraño que les anima a echar una vez más las redes. Sólo cuando ven la red repleta de peces se dan cuenta de que es Jesús. Juan, el discípulo amado, es el primero en reconocerle. “¡Es el Señor!”.

Me parece que a todo el que intenta ser cristiano le sucede algo parecido. Jesús no es visible, no se nos aparece como a los apóstoles en aquellos días que median hasta la ascensión. Pero ¿quién no ha sentido en momentos difíciles que el Señor estaba con él casi de manera tangible? La exclamación de Juan despierta una alegría inmensa, hace renacer la esperanza. Alegría y esperanza que el creyente puede experimentar cuando, ante situaciones que parecían no tener salida, acontece algo semejante a la pesca inesperada. Entonces tenemos la intuición de que aquello no es obra nuestra, sino que es un don.

¿Por qué ciento cincuenta y tres peces? Algunos exegetas, jugando con la suma de los números han visto un símbolo de la plenitud de la salvación que Dios ofrece a la humanidad.

La vida sigue. Jesús vine a nuestro encuentro. Hay que descubrirle en los signos que nos dejó, en los acontecimientos que leídos a la luz de la fe se convierten en señales de su presencia. Y sigue presente en su Iglesia, aunque le haya negado, como Pedro, reiteradas veces con su vida y con sus obras.

El final del evangelio es conmovedor. Pedro, arrogante y fiado de sus fuerzas, había cometido errores tan graves que habían dejado al desnudo su cobardía: “Aunque todos te abandonen, yo no te dejaré. Yo estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte” había dicho al Maestro unas horas antes de negarle. Aquel recuerdo le atormentaba y le hacía llorar cuando, cada amanecer, el canto del gallo escarbaba en su conciencia herida. ¿Cómo quitarse del corazón y de la mente el peso de una traición tan grande? Jesús resucitado es sorprendente: “Pedro ¿me amas? ¿Me amas más que tus compañeros?”. Por tres veces había negado a Jesús, y por tres veces le pregunta Jesús con delicadeza exquisita si le ama. Pedro ahora, conciente de su flaqueza, tan avergonzado que casi no se atreve a levantar la cabeza, no utiliza el “yo”, sino el “tú”: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”. Ya no se remite a sus seguridades; se confía sólo a la misericordia del Maestro. A cada confesión de amor de Pedro, Jesús le va renovando el encargo: “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas”. Seguro que Pedro, que ha tocado el fondo de la misericordia de Jesús, sabrá cuidar ahora mejor y con más cariño a las ovejas descarriadas.

“Dios no nos preguntará si hemos permanecido íntegros y fieles, nos preguntará si le amamos”, decía el predicador de un retiro. Y añadía: “Una amistad renovada puede ser más estrecha y más fuerte que aquellas que nunca se han roto”.

Nuestras horas de cansancio y de desesperanza, incluso cuando nos hacemos preguntas que parecen no encontrar respuestas, pueden tornarse en experiencias pascuales, en experiencias de perdón y de gracia, de un compromiso renovado. El Señor resucitado siempre nos espera en la orilla con la mesa puesta. Y nosotros seguiremos reconociéndole en la “fracción del pan”.