+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

|

7 de mayo de 2011

|

78

Visitas: 78

[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]A[/fusion_dropcap]quel mismo día iban dos discípulos a una aldea llamada Emaús”. No se sabe a ciencia cierta dónde estaba Emaús. Hay dos o tres lugares que se lo disputan. Se sabe que distaba unas dos horas de Jerusalén, pero la localización no es importante. Para nuestro caso, Emaús es cualquier lugar en que un hombre se encuentra con Jesús resucitado.

Tras la muerte de Jesús ha empezado la desbandada. Dos discípulos que un día se fueron con Jesús, dejando seguramente muchas cosas, ahora, después de lo ocurrido, se vuelven a su casa y a sus cosas.

Hablaban de lo sucedido. Mientras hablaban y discutían, Jesús se acercó y se puso a caminar a su lado, pero sus ojos estaba retenidos para que no le reconocieran”. Lo que había pasado era lo de viernes anterior: que Jesús, su amigo, había sido crucificado.

En nuestra vida puede acontecernos que cualquier día se nos pinche el globo de una gran ilusión, se nos hunda una gran esperanza, perdamos algo que ha sido parte de nuestra razón de vivir. En estas situaciones no es fácil descubrir la presencia de Dios, más bien parece ocultarse.

Les dice Jesús: ¿De qué discutís entre vosotros mientas vais de camino?”. Jesús se interesa por lo que les pasa. Antes de hablarles, les escucha, les deja que vacíen el saco de sus penas. Ellos, extrañados de que el misterioso acompañante sea el único que no sabe de lo acontecido, le van haciendo el relato: Que Jesús era un profeta poderoso ante Dios y ante los hombres, cómo los jefes del pueblo le condenaron a muerte y le crucificaron. Incluso cuentan el sobresalto que tuvieron esa misma mañana cuando, a primera hora, unas mujeres fueron al sepulcro, lo encontraron vacío e incluso vinieron hablando de una aparición de ángeles que afirmaban que él estaba vivo. Fueron algunos de los suyos al sepulcro, pero a él no lo vieron.  

Una tumba vacía y el testimonio de unas mujeres era, machistas ellos, demasiado poco. Total, que no había más cera que la que ardía, había que ser realistas y atenerse a los hechos.

Jesús entonces les hace una catequesis. Empezando por Moisés y siguiendo por los profetas les recuerda lo que las Sagradas Escrituras decían del Mesías. Les citaría seguramente los poemas del Siervo, de que habla Isaías. Y les habla de la necesidad de la cruz para entrar en la gloria.

Ya cerca de la aldea él hizo ademán de seguir adelante pero ellos le apremiaron a que se quedara. “Quédate con nosotros, la tarde está cayendo”. Las palabras de Jesús han ido calentando el corazón -¿no ardía nuestro corazón mientas nos hablaba por el camino?, comentaban luego – pero se necesitaba que el corazón se abriera, y eso ha comenzado con la hospitalidad.

Sentado a la mesa con ellos, Jesús tomó el pan, lo bendijo y se lo dio”. Recordaban ese gesto de cuando la multiplicación del pan, de la última Cena. Cuando Lucas escribe su evangelio ya utilizaban los primeros cristianos esos mismos gestos en sus eucaristías. El relato tiene el mismo esquema que nuestras eucaristías: tras una liturgia de la palabra, viene la liturgia de la mesa. La palabra proclama lo que el sacramento hace presente.

Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció”. La desaparición parece sugerirnos que ahora hemos de acostumbrarnos a describir a Jesús resucitado con otra forma de presencia: en los caminos de la vida, cuando no hacemos una lectura reduccionista de la realidad que pretende eludir la presencia de la cruz, en la escucha de la palabra, en el pobre, en los sacramentos, en la Eucaristía.

“Al instante, se volvieron a Jerusalén donde encontraron reunidos los Once que les dijeron: – Era verdad, el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón Pedro. Y ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado por el camino y cómo le habían reconocido al partir el pan”.

Este bellísimo relato, de una admirable construcción literaria, esconde mucha hondura litúrgica y teológica. Lo expresa muy bien un exegeta: “Jesús resucitado es sorprendente; su presencia es siempre misteriosa e imprevista; se acerca y desaparece sin dejarse retener, porque forma parte ya del mundo de Dios .Permanece escondido en los caminos de los hombres. No puede ser encontrado sino en una lectura asidua de la Palabra de Dios, en el signo del Hermano invitado y servido, en el signo del Pan partido…; en fin, no se encuentra a Jesús sin la comunidad-Iglesia reunida en la sala alta, en el Cenáculo, donde Jesús les había reunido para su última Cena. Allí el encuentro privado de los de Emaús alcanza su autentificación: “Era verdad, se ha aparecido a Simón Pedro”. (N Quesson)   

¡Cómo cambian las cosas cuando la realidad es leída a la luz de la Palabra de Dios! Los que se marchaban cariacontecidos, retornan alegres aquella misma noche.