+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

|

13 de abril de 2013

|

76

Visitas: 76

[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l fenómeno cristiano no puede ser considerado como un fruto que germina de manera espontánea del hebraísmo; necesita una causa que lo justifique adecuadamente, y ésta no es otra es la que aducen los discípulos: La resurrección de Jesús. Así lo afirma San Pablo: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también es vuestrafe” (1Co.15, 14). De la resurrección depende que se sostenga o que caiga todo el edifico de la fe cristiana. No, el cristianismo no es una variable del judaísmo. Sólo Cristo explica el cristianismo. Y si Cristo no hubiera resucitado realmente, el cristianismo no habría nacido. No es la fe en Cristo lo que dio lugar a la resurrección, es la resurrección lo que suscitó la fe en Él.

Generalmente la secuencia de las apariciones pascuales se desarrolla en tres pasos: Jesús toma la iniciativa; los discípulos le reconocen, se rencuentran con Él; el Resucitado les confía la misión. Pero vayamos a la aparición que nos narra el evangelio de este domingo.

¿Quién no ha conocido a alguna persona, que, tras la muerte del esposo, la esposa u otro ser muy querido ha experimentado la sensación de que todo se le derrumbaba, que, sin la persona amada, la vida ya no tenía sentido? Luego, aunque la herida nunca se cierre del todo, el principio de la realidad se impone: hay que salir adelante, porque la vida sigue.

Esa debió de ser la situación de los discípulos de Jesús después de Pascua. Es verdad que habían tenido el gozo del reencuentro. Jesús estaba vivo, había resucitado, pero no era ya de este mundo. Aunque se les había aparecido reiteradas veces, no estaba entre ellos, que sí continuaban en el mundo. La vida tenía que seguir. La situación de los discípulos resulta iluminadora para nosotros. Creemos que Cristo ha resucitado, pero ello no nos exime de las dificultades que comportan tanto la existencia como la misión de ser pescadores de hombres.

El hecho es una imagen muy sugerente: Galilea, donde Jesús empezó; la barca con su simbolismo eclesial; los discípulos y Pedro al frente, tomando la iniciativa; el fracaso; la pesca abundante… ¿La Iglesia de ayer y de hoy?

Han pasado la noche faenado, pero no han pescado nada. Es entonces cuando un desconocido, desde la orilla, se interesa por ellos y les invita echar las redes al otro lado. Sólo cuando ven la red repleta de peces se dan cuenta de que es Jesús. Juan, el discípulo amado, es el primero en reconocerle. “¡Es el Señor!”. Jesús, que les ha preparado peces y pan sobre unas brasas, les pide que traigan algo de la pesca recién capturada. La comida tiene sabor eucarístico.

La noche en Evangelio de Juan significa la ausencia de Jesús. Sin Él la pesca es imposible. Cuando amanece y Él se hace presente y se cuenta con Él, todo cambia. Nuestras horas de cansancio y de desesperanza, incluso cuando nos hacemos preguntas que parecen no encontrar respuestas, pueden tornarse en experiencias pascuales, en experiencias de perdón y de gracia. Aunque le hayamos negado, como Pedro. El Señor resucitado siempre nos espera en la orilla con la mesa puesta. Y nosotros seguiremos reconociéndole en la “fracción del pan”.

El final del evangelio es conmovedor. Pedro, arrogante y fiado de sus fuerzas, Había dicho al Maestro unas horas antes de negarle: “Aunque todos te abandonen, yo no te dejaré. Yo estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte”. Después de que Jesús le miró, aquel recuerdo seguramente no había dejado de atormentarle en cada amanecer, cuando el canto del gallo escarbaba en su conciencia herida. ¿Cómo quitarse del corazón y de la mente el peso de aquella traición? Jesús resucitado es sorprendente. La conversación que siguió a aquella comida improvisa en la orilla del lago es consoladora: “¿Pedro ¿me amas?, ¿me amas más que tus compañeros?”. Por tres veces había negado a Jesús, y por tres veces le pregunta Jesús con delicadeza exquisita si le ama. Pedro ahora, consciente de su flaqueza, tan avergonzado que casi no se atreve a levantar cabeza, no utiliza el “yo”, sino el “tú”: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”. Nose remite a sus seguridades; se confía sólo a la misericordia del Maestro.A cada confesión de amor de Pedro, Jesús le va renovando el encargo: “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas”.

Seguro que Pedro, que ha palpado hasta el fondo la misericordia de Jesús, sabrá cuidar ahora mejor y con más cariño a las ovejas descarriadas. “Una amistad renovada puede ser más estrecha y más fuerte que aquellas que nunca se han roto”.