+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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21 de abril de 2007

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Lo contaba así un consiliario de la Juventud Obrera Católica (JOC): “Aquella noche estaba cansado: Demasiadas reuniones, poco descanso y la monotonía de la vida ordinaria que, poco a poco, va royendo el entusiasmo. Por si fuera poco, vienen a contarme a deshoras el problema de un matrimonio joven. Ella era una antigua jocista. Hace unos meses han tendido su primer hijo, un bebé encantador que, en unos días, se había quedado ciego. Al día siguiente fui a hacerles una visita. Al principio -me dijeron- nos rebelamos, no queríamos hablar con nadie. Más tarde rezamos. En la oración caímos en la cuenta de que desconocíamos el mundo de los ciegos, que nunca nos habíamos preocupado de ellos antes de que la enfermedad alcanzara a nuestro hijo. Descubrimos que ese mundo necesitaba también testigos de Cristo. Y comprendimos que Cristo había escogido a nuestro hijo y a nosotros para testigos suyos en el mundo de los ciegos. Ahora seguimos sufriendo, pero de qué distinta manera”.

El evangelio de este domingo me ha traído a la memoria el hecho mencionado: Ha pasado un tiempo desde la resurrección, y los Apóstoles han vuelto a la vida anterior, al trabajo acostumbrado con el que ganarse el pan de cada día. Pero las cosas, al parecer, no han cambiado, la fatiga es la misma. Han pasado la noche entera pescando y no han cogido nada. Quizá empiezan a preguntarse en qué ha quedado aquel sueño de tres años siguiendo, de día y de noche, al Maestro. ¿Qué ha sido de aquella esperanza de que todo sería distinto?

Es verdad que han visto a Cristo resucitado y que el encuentro les llenó de un gozo increíble, que su corazón ardía y las Escrituras parecían desvelarse como iluminadas por un una nueva luz pero lo cierto es que ahora se encontraban con el realismo y la monotonía del trabajo de siempre, quizá con la impresión de que resultaba incluso más fatigoso que antes. Es como uno que, después de haber hecho un largo recorrido, se encuentra, al final, en el sitio del que partió. Cuando esto sucede, parece que los momentos de desesperación nos resultan más negros. ¿Qué ha cambiado realmente?

Al rayar el alba, después de una noche en que se han afanado hasta la extenuación y el desaliento, cuando ya no pueden más, Jesús aparece en la orilla. Es el resucitado, que se hace presente para ofrecerles comida y darles una pesca abundante.

Pero hoy ¿dónde esta hoy el Resucitado? Es quizá la pregunta que nos hacemos quienes hemos celebrado con alegría sincera y honda la resurrección, pero que, luego, todo vuelve a ser como al principio: Nos seguimos topando con problemas idénticos o mayores, hasta seguimos encontrando en nosotros los mismos defectos de siempre.

Él nos espera ahora sobre esa orilla de la vida, en esa hondura de la realidad que sólo se alcanza por la fe. Está presente cuando la certeza de saber que está con nosotros nos da fuerza para encarar con paz las dificultades de siempre; cuando la unión con él nos empuja a una creatividad nueva; cuando hasta los casos más desesperados somos capaces de leerlos como gracia; cuando partimos el pan de la eucaristía y la participación en el mismo nos empuja a estar más cerca del que sufre, cuando experimentamos su perdón y su amistad.

Pedro, arrogante y fiado de sus fuerzas, había cometido errores tan graves que habían dejado al desnudo su cobardía:“Aunque todos te abandonen, yo no te dejaré. Yo estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte” había dicho al Maestro una horas antes de negarle. Aquel recuerdo le atormentaba y le hacía llorar cuando, cada amanecer, el canto del gallo escarbaba en su conciencia herida. ¿Cómo quitarse del corazón y de la mente el peso de una traición tan grande? Jesús resucitado es sorprendente: “¿Pedro ¿me amas?.¿Me amas más que tus compañeros?”. Por tres veces había negado a Jesús, y por tres veces le pregunta Jesús, con delicadeza exquisita, si le ama. Pedro ahora, conciente de su flaqueza, tan avergonzado que casi no se atreve a levantar la cabeza, no utiliza el “yo”, sino el “tú”: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”. Ya no se remite a sus seguridades; se confía sólo a la misericordia del Maestro.

A cada confesión de amor de Pedro, Jesús le va renovando el encargo: “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas”. Seguro que Pedro, que ha tocado el fondo de la misericordia de Jesús, sabrá cuidar ahora mejor y con más cariño a las ovejas descarriadas.

“Dios no nos preguntará si hemos permanecido íntegros y fieles, nos preguntará si le amamos”, decía el predicador de un retiro. Y añadía: “Una amistad renovada puede ser más estrecha y más fuerte que aquellas que nunca se han roto”.

Ya veis cómo nuestras horas de cansancio y de desesperanza, incluso cuando nos hacemos preguntas que parecen no encontrar respuestas, pueden tornarse en experiencias pascuales, en experiencias de perdón y de gracia, de un compromiso renovado. El Señor resucitado siempre nos espera en la orilla.