+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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9 de abril de 2016

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¡Qué escena tan encantadora!: un desayuno al amanecer en la playa, con el pan cocido a fuego lento y el pescado crujiente, asado sobre las brasas. La escena, que tiene como centro a Cristo invitando a los discípulos a comer con él, después de una noche de cansancio y, al fin, de pesca abundante, es una preciosa representación de la resurrección, un “lugar teológico” de celebración de la vida, de la amistad, de la fiesta. Cuando imaginamos aquel olor a pescado y a pan caliente que empanaba la brisa del amanecer, nos parece tocar el mundo del gusto y la belleza, de la amistad y de la felicidad; lo sentimos como un signo perceptible de la resurrección.

El evangelista nos presenta a los discípulos todavía como hombres de la noche, que, aquí, es símbolo de incredulidad y de infecundidad, de desilusión y de impotencia. Han vuelto a Galilea, donde Jesús empezó su tarea evangelizadora, y donde la Iglesia ha de continuar la misma tarea. La barca es, desde el inicio, un símbolo elocuente de la Iglesia. Han pasado la noche entera pescando y no han cogido nada. Quizá empiezan a preguntarse en qué ha quedado aquel sueño de tres años siguiendo, de día y de noche, al Maestro. ¿Qué ha sido de aquella esperanza de que todo sería distinto?

Es verdad que han visto a Cristo resucitado y que el encuentro les llenó de un gozo increíble, que su corazón ardía y las Escrituras parecían desvelarse como iluminadas por un una nueva luz. Pero lo cierto es que ahora se encontraban con el realismo y la monotonía, con la impresión de que ahora resultaba incluso más fatigoso que antes. Cuando esto sucede, parece que todos se nos antoja más negro. ¿Qué ha cambiado realmente? 

Esta rayando el alba. Ha sido una noche de afanarse hasta la extenuación y el desaliento, sin pescar nada. El alba, ese instante que rompe la oscuridad y el peso de la noche, parece el momento elegido por Jesús para renovar la fe de los discípulos, para disolver la oscuridad de sus corazones, lentos para descubrir que quien les llama desde la orilla es el Señor. Cuando ya no pueden más, alguien aparece en la orilla: “Muchachos, ¿no tenéis pescado? Echad la red a la derecha de la barca  y encontraréis…La echaron y ya no podían arrastrarla por la abundancia de peces”. Uno de los discípulos, el que durante la cena había recostado su cabeza en el pecho de Jesús, dio la voz de alarma: “¡Es el Señor!” El Señor, que les espera en la orilla con la lumbre encendida y puesta la mesa.

Pero hoy ¿dónde está hoy el Resucitado? Es quizá la pregunta que nos hacemos también quienes hemos celebrado con alegría sincera y honda la resurrección y tenemos la experiencia de haber encontrado a Cristo, pero que, luego, todo vuelve a ser como al principio, nos seguimos topando con problemas idénticos o aún mayores, hasta seguimos encontrando en nosotros los mismos defectos.

Él nos espera ahora sobre esa orilla de la vida, en esa hondura de la realidad que sólo se alcanza por la fe. Está presente, lo sabemos, cuando contamos con fuerza para encarar con paz las dificultades de siempre; cuando la unión con él nos empuja a una creatividad nueva; cuando hasta los casos más desesperados somos capaces de leerlos como gracia; cuando partimos el pan de la eucaristía y la participación en el mismo nos empuja a estar más cerca del que sufre.

Pedro, arrogante y fiado de sus fuerzas, había cometido errores tan graves que habían dejado al desnudo su cobardía: “Aunque todos te abandonen, yo no haré. Estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte” había dicho al Maestro unas horas antes de negarle. Seguro que ello le atormentaba y le hacía llorar cuando, en cada amanecer, el canto del gallo escarbaba en su conciencia herida. Es verdad que la red ahora estaba llena de peces, pero ¿cómo quitarse del corazón y de la mente el peso de una traición tan grande? Jesús resucitado es sorprendente: Pedro ¿me amas? ¿Me amas más que éstos?”.

Dios no nos preguntará si hemos permanecido íntegros y fieles, nos preguntará si le amamos”, decía un dominico predicando un retiro. Y añadía: “Una amistad renovada es más estrecha y más fuerte que aquellas que nunca se han roto”. Tras una noche estéril y de desesperación,  Jesús renueva su confianza en Pedro, le vuelve a confiar su misma misión de pastor. Está seguro de que ahora, que ha tocado el fondo del pecado y, sobre todo, la caricia de la misericordia, sabrá comprender y cuidar mejor y con más cariño a las ovejas descarriadas.

La hora del cansancio y de la desesperanza se tornaron en una hermosa experiencia pascual para los discípulos y, singularmente, para Pedro. Ello quiere decir que nuestras horas bajas también pueden convertirse en luminosas experiencias pascuales. Jesús nos espera siempre en la orilla.