+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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23 de febrero de 2008

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Hay páginas en el evangelio de san Juan que son inolvidables. Se puede hacer de ellas múltiples lecturas: Como joyas de arte literario y poético, como manifestación de la fina psicología de Jesús, como acopio de recuerdos bíblico o de símbolos hondos de la humanidad, como un prodigio de teología sacramental y cristológica en acción. Eso acontece en el pasaje de la samaritana, que tiene al agua como protagonista

El agua es la más clara, familiar y cotidiana de las criaturas: «La hermana agua, que es preciosa, casta, humilde», cantaba tierna y afectuosamente Francisco de Asís. (¿Lo de humilde será porque siempre corre para abajo?).

El agua, algo tan simple y aparentemente banal, es una de las realidades más valiosas que existen. Incluso en las regiones del globo donde abunda, se descubre hoy su valor esencial. Hasta se nos augura que, en un futuro no lejano, podría alcanzar un valor tan estratégico como el petróleo de hoy. Quienes disponemos de ríos y pantanos, de agua corriente en nuestras casas, nunca sabremos valorar el agua como la valoran los habitantes del desierto.

En la Biblia, el agua simboliza la vida. Cuántos mensajes nos dejó Jesús bajo el símbolo inagotable del agua: « Yo soy el agua viva…», «quien tenga sed, que venga a Mí y beba». Del costado de Cristo, abierto en la cruz, “manarán ríos de agua viva», como imagen elocuente del don del Espíritu Santo. Y, después de la resurrección, quiso que la vida nueva llegara a los hombres por medio de las aguas bautismales.

El hombre es un sediento permanente. Tenemos sed de tantas cosas. Corremos tras la felicidad, soñándola cada uno a su manera, para volver a constatar, cada nuevo día, que «el que bebe de estas aguas, volverá a tener sed».

Sed tenía la samaritana en su cuerpo y en su alma. Buscando la felicidad había ido rebotando de hombre en hombre como un oscuro objeto de deseo. Sed tenía también Jesús en aquel mediodía bochornoso, después de una larga travesía bajo el implacable sol de Samaría.

Cuando, consciente o inconscientemente, buscamos la felicidad, ¿no será a Dios a quien en último término buscamos? A esa constatación llegó san Agustín, sediento impenitente de placer, sabiduría y belleza: «Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti».

Jesús, como siempre, toma la iniciativa Una iniciativa que no humilla, porque se hace de abajo a arriba: –”Mujer, dame de beber”. Y la mujer: -“¿Como tú, siendo judío, me pides de beber a mi, que soy samaritana?” Porque lo habitual era que los judíos miraran con desprecio a los samaritanos. Aparece la admirable libertad de Jesús, rompiendo tabúes de orden racial, religioso y sexual. No cree ni en las etiquetas de buenos y malos, ni en los eslóganes simples.

«Si tú supieras…, me pedirías agua, y yo te daría agua viva», le dice Jesús. Pero la mujer no entiende, se mueve en la superficie, en el nivel de las necesidades inmediatas, las que intenta satisfacer la sociedad de consumo. Sólo la finura con que Jesús conduce el diálogo es capaz de llevar al fondo del problema. Sólo el gesto excesivo e inaudito del amor puede provocar la apertura al amor. Quien se asoma a la profundidad del pozo de Jesús, descubre con la ayuda de la gracia la respuesta decisiva para la propia vida.

La mujer es todo un símbolo de Samaría, prostituida a la idolatría en sus cinco santuarios paganos, pero también es la imagen de la mujer real, perdida, el pobre resto de un juguete que ha servido a media docena de hombres. ¿Quién es el judío fatigado, que ha adivinado tras los cinco sueños de la mujer otros cinco desengaños?

¿Quién es ese hombre que ha escrutado su corazón femenino con tan exquisita delicadeza, sin ajarlo; que ha adivinado su sed de una felicidad que no han podido llenar sus amores pasados; que le tiende la mano para revelarle que, a pesar de su dolorosa experiencia, su vida no está acabada? -«Yo soy el agua viva»-dice Jesús.

A lo largo del diálogo ha ido brotando en el corazón de la samaritana el canto de un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna. Por eso, corre a comunicar a sus vecinos su descubrimiento. Ya ni el cántaro le preocupa. Dejando atrás su triste pasado, proclama feliz que junto al brocal del pozo de Jacob, ha encontrado, en el profeta galileo, el rostro misericordioso de Dios, el agua viva capaz de llenar su vida de esperanza y sentido. La samaritana era ya otra mujer. La pecadora se ha convertido, por obra y gracia de un amor que no prejuzga, en evangelizadora.