+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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14 de marzo de 2009
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]J[/fusion_dropcap]esús fue un judío practicante. Al menos siete veces, en su Evangelio, hace notar san Juan que Jesús participó en las grandes fiestas de peregrinación al Templo de Jerusalén. El templo que conoció Jesús había comenzado a construirse cincuenta años antes. Era el orgullo de la nación, un lugar venerado de oración y peregrinación, el único lugar de culto de Israel, al que acudían anualmente millones de peregrinos. Era una institución tan importante que disponía hasta de moneda propia. Sabemos que Jesús derramó lágrimas en una ocasión profetizando que de todo aquello no quedaría piedra sobre piedra.
Los cambistas y vendedores, que solían instalarse en las inmediaciones o en los atrios del Templo, no eran necesariamente malas personas. Prestaban en realidad un buen servicio a los fieles que venían de lejos, y que allí encontraban lo que era indispensable para ofrecer un sacrificio u ofrecer sus limosnas. Probablemente María y José, cuando vinieron para la presentación del Niño, adquirieron allí los dos pichones o las dos tórtolas, que solía ser la ofrenda de los pobres.
Jesús se sentía devorado interiormente, como el fuego devora las ramas secas, cuando estaba en juego el honor y la gloria de su Padre y de sus hermanos los hombres. Precisamente por la estima que sentía Jesús por el Templo -“la casa de mi Padre”– es por lo que estalló su indignación al verlo convertido en una feria de intereses y vanidades. Por eso empuñó el látigo y empezó a derribar tenderetes. Pero no es esto lo esencial del Evangelio de este domingo. Le dolía, sobre todo, que la gente se quedara en los gestos u ofrendas (bueyes, corderos o palomas), sin que fuera signo y expresión de un corazón filial. Él no ofreció animales: Su ofrenda sería su propia vida, hecha obediencia y fidelidad hasta la muerte.
Es fácil indignarse verbalmente contra el ruido de las monedas alrededor del altar, contra el tráfico de dinero, la sociedad de consumo o la primacía del lucro en nuestras economías occidentales. Es más difícil comprometerse realmente, poniendo en juego la propia vida.
El hecho, que es una acción profética, se convierte, como sucede tantas veces en el Evangelio, en ocasión para una revelación más honda. Cuando le preguntan a Jesús con qué autoridad hace aquello, responde: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré”. El evangelista añade “que hablaba del Templo que era él mismo, de su propio cuerpo”, que sería destruido en la cruz y resucitaría al tercer día.
El verdadero lugar de la presencia de Dios no es un edificio, sino Alguien: la humanidad de Jesús, humillada en la cruz y exaltada en la resurrección, en quien reside la plenitud de la divinidad. Ese es el nuevo y definitivo templo. Es la tierra sagrada por excelencia, aunque no se enteraran de ello quienes le taladraron las manos y los pies. A través de la llaga de su corazón traspasado hemos descubierto la cercanía de Dios. El velo del Templo, que se rompe cuando Jesús muere en la cruz, es, para el autor de la Carta a los Hebreos, el cuerpo de Jesús traspasado, que, convertido en manantial de Vida y de Gracia, nos da acceso al amor de Dios.
Pero el misterio va más lejos. San Pablo dirá a los cargadores del puerto de Corinto, que andaban divididos: “¡Vosotros sois el Cuerpo de Cristo! ¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros?”. No es, pues, sólo el Cuerpo resucitado de Jesús el nuevo templo; lo es cada bautizado. Y no es una hipérbole poética. Un día Jesús, como si hablara de una inconmensurable transubstanciación, se atrevió a afirmar: “Lo que hagáis a unos de estos mis hermanos, a mi me lo hacéis”. Desde entonces sabemos que todo hombre es templo de Dios. Todo desprecio, toda violencia o utilización del hombre o la mujer es una profanación del templo santo de Dios. A esta luz ¿qué pensar de la pretensión de convertir el aborto, por obra gracia de una cultura materialista, individualista y hedonista, en un derecho de la mujer?
Templo de Dios es también, a su nivel, el cosmos. “Llenos están los cielos y la tierra de tu gloria”, cantamos en la Misa. ¿Por qué no caemos en la cuenta de que nuestros desmanes antiecológicos son también, a su manera, profanaciones del gran templo del mundo?
La Cuaresma es un tiempo propicio para la contemplación; para prepararnos al encuentro con el Resucitado, que será nuestro templo glorioso en la Jerusalén celeste; para purificar, de todo lo que lo envilece y degrada, el templo que es nuestro propio cuerpo; para admirar el mundo como transparencia de la belleza misma de Dios, y no sólo como parcelas de rentabilidad inmediata. La cuaresma, bien vivida, purifica los ojos y afina la mirada, nos prepara para la Pascua de la nueva humanidad y de la nueva creación.