+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

|

26 de marzo de 2011

|

93

Visitas: 93

El evangelista san Juan tiene páginas admirables en las que uno no sabe qué admirar más, si el nivel literario, la filigrana psicológica, el uso prodigioso de los grandes símbolos de la humanidad o la riqueza teológica y sacramental. Todo el evangelio de Juan se puede leer en clave bautismal. Hoy asistimos al encuentro entre Jesús y la samaritana.

Llega Jesús a las afueras de la aldea de Sicar, en Samaría, al lugar donde se encontraba el pozo de Jacob. Es el mediodía, cuando el sol más calienta. Jesús llega extenuado del camino y se sienta apoyando su espalda sobre el brocal del pozo. Tiene sed, pero no tiene con qué sacar agua. Llega entonces a buscar agua una mujer con su cántaro al cuadril o tal vez sobre la cabeza. Están solo los dos; los discípulos han ido al pueblo a comprar algo para comer. Jesús le dice a la mujer. – “Dame de beber”.

Jesús de un plumazo ha superado un montón de tabúes de orden racial, religioso y sexual: Estaba mal visto hablar en público con una mujer desconocida. Por otra parte, judíos y samaritanos se profesaban un odio crónico, de siglos. Los samaritanos, desde que se atrevieron profanar el templo de Jerusalén eran despreciados por los judíos como heréticos e idólatras.

Jesús aparece con una suma libertad frente a cualquier tipo de prejuicio, bloqueos o etiquetas infamantes. Comienza pidiendo. Una palabra dicha así, sin arrogancia, de abajo a arriba, casi mendigando, no ofende, al contrario, favorece el diálogo. “Dame de beber”.

La mujer se sorprende: “Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana”.

La conversación ha partido de la sed, del agua. Cuántas veces nuestras conversaciones versan sobre el tiempo, un tema socorrido, que no compromete. O giran en torno a lo inmediato, lo superficial, sin descender a otros niveles de más hondura, desde donde se pueden compartir ilusiones o desilusiones, esperanzas o fracasos, sentido o sinsentido.

Jesús que es un maestro en el difícil arte de llegar al alma de las personas va a decir algo sorprendente: “Si conocieras el don de Dios y quien es el que te pide de beber, serías tú quien le pedirías, y él daría agua viva”. Así, el que pide agua porque tiene sed, va a ayudar a descubrir a la samaritana que en su corazón ella lleva otra sed más profunda, que no han sido capaz de llenar los hombres que han pasado por su vida o que han hecho de ella no más que un oscuro objeto de deseo.

No tienes nada para sacar agua y el pozo es hondo ¿con qué vas a sacar el agua viva? ¿Vas a ser tú más que nuestro padre Jacob que no dio este pozo, del que bebió él, su familia y sus animales?”, le dice la mujer, todavía sin superar el nivel de lo inmediato, aunque sospechando ya que su interlocutor pueda ser alguien “más que Jacob”. Jesús insiste: “Todo el que beba de este agua volverá a tener sed, pero el que beba del agua que yo le daré no volverá a tener sed. Esa agua se convertirá en un surtidor que salte hasta la vida eterna”. La mujer no entiende, pero en la medida en que se va asomando al pozo de Jesús va a ir descubriendo con la ayuda de su gracia la respuesta que su vida necesita. Hace entonces una petición que es casi una oración: “Señor, dame de ese agua, para que así no tenga sed y no tenga que venir a sacar agua”.

La finura con que Jesús conduce el diálogo, aunque ella revolotee todavía en la superficie, va escarbando en su alma, hasta llegar al fondo del problema, a la sed no saciada de su corazón femenino. Sólo el amor provoca la apertura al amor. Jesús le dice: “Vete, llama a tu marido y vuelve”. Y la mujer: -“No tengo marido”. Y Jesús:-“Tienes razón en decir que no tienes marido, pues has tenido cinco y el que tienes ahora no es tu marido, en eso dices verdad”.

¿Quién es el judío fatigado, que ha adivinado, tras los cinco o seis sueños de la mujer, otros tantos desengaños? ¿Quién es ese hombre que ha escrutado su corazón con tan exquisita delicadeza, sin ajarlo; que ha adivinado su sed de una felicidad que no han podido llenar sus amores pasados; que le tiende la mano para revelarle que, a pesar de su dolorosa experiencia, su vida puede ser un surtidor de agua viva?

En el corazón de la samaritana ha brotado una fuente que salta hasta la vida eterna. Por eso, olvidándose del cántaro, corre a comunicar a sus vecinos su descubrimiento. Dejando atrás su triste pasado proclama feliz que junto al brocal del pozo de Jacob ha encontrado en el profeta galileo el rostro misericordioso de Dios. La samaritana es ya una mujer nueva.

La mujer es todo un símbolo de Samaría, región prostituida a los ídolos en sus cinco santuarios paganos, pero también mujer real, perdida, que ha servido de juguete a media docena de hombres, ahora mujer encontrada, recompuesta, junto al brocal de un pozo.