+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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22 de marzo de 2014

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]Q[/fusion_dropcap]uienes disponemos de agua corriente en nuestras casas nunca sabremos valorarla como lo hacen los habitantes del desierto. Cuántos mensajes dejó Jesús al hombre, sediento permanente, bajo el símbolo del agua: “Yo soy el agua viva”; “quien tenga sed, que venga a Mí y beba”. Y el evangelista añade: “De sus entrañas manarán ríos de agua viva”. En la cruz, cuando de su costado abierto brotaron sangre y agua, nos la dejó como herencia y anuncio del Espíritu Santo. Y, después de la resurrección, quiso que la vida nueva llegara a los hombres por medio de las aguas bautismales.

El evangelista san Juan tiene páginas admirables en las que uno no sabe qué admirar más, si el nivel literario, la filigrana sicológica, el uso prodigioso de los grande símbolos de la humanidad o su riqueza teológica y sacramental. Todo el evangelio de Juan se puede leer en clave bautismal. Hoy asistimos al encuentro entre Jesús y la samaritana.

Llega Jesús a las afueras de la aldea de Sicar, en Samaría, al lugar donde se encontraba el pozo de Jacob. Es mediodía, cuando el sol más calienta. Viene extenuado del camino. Tiene sed, pero no tiene con qué sacar agua. Llega entonces a buscar agua una mujer. Están solos los dos; los discípulos han ido al pueblo a comprar algo para comer. Jesús le dice a la mujer: “Dame de beber”. Así, de un plumazo rompe un montón de tabúes de orden racial, religioso y sexual: Estaba mal visto hablar en público con una mujer desconocida. Por otra parte, judíos y samaritanos se profesaban un odio crónico, de siglos. 

Jesús comienza pidiendo. Una palabra dicha así, sin arrogancia, desde abajo, casi mendigando, no ofende, al contrario, favorece el diálogo. “Dame de beber”. La mujer se sorprende: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?”.

Jesús que es un maestro en el difícil arte de llegar al alma de las personas va a decir algo sorprendente: “Si conocieras el don de Dios y quien es el que  te pide de beber, serías tú quien le pedirías, y él daría agua viva”. Así, el que pide agua porque tiene sed, va a ayudar a descubrir a la samaritana que en su corazón ella lleva otra sed más profunda, que no han sido capaz de llenar los hombres que han pasado por su vida o que han hecho de ella no más que un oscuro objeto de deseo.

No tienes nada para sacar agua y el pozo es hondo ¿con qué vas a sacar el agua viva? ¿Vas a ser tú más que nuestro padre Jacob que no dio este pozo, del que bebió él, su familia y sus animales?, le dice la mujer, todavía sin superar el nivel de lo inmediato.

Jesús insiste: “Todo el que beba de este agua volverá a tener sed, pero el que beba del agua que yo le daré no volverá a tener sed. Esa agua se convertirá en un surtidor que salte hasta la vida eterna”. La mujer no entiende, pero la finura con que Jesús conduce el diálogo, aunque ella revolotee todavía en la superficie, ha ido escarbando en su alma, hasta llegar al fondo del problema, a la sed no saciada de su corazón femenino. Hace entonces una petición que es casi una oración: “Señor, dame de esa agua, para que así no tenga sed y no tenga que venir a sacar agua”.

Jesús le dice: “Vete, llama a tu marido y vuelve”, Y la mujer: -“No tengo marido”. Y Jesús: -“Tienes razón en decir que no tienes marido, pues has tenido cinco y el que tienes ahora no es tu marido, en eso dices verdad”.

¿Quién es el judío fatigado, que ha adivinado, tras los cinco o seis sueños de la mujer, otros tantos desengaños? ¿Quién es el que le tiende la mano para revelarla que, a pesar de su dolorosa experiencia, su vida puede ser un surtidor de agua viva?

En el corazón de la samaritana ha brotado una fuente. Por eso, olvidándose del cántaro, corre a comunicar a sus vecinos su descubrimiento. Junto al brocal del pozo de Jacob ha encontrado en el profeta galileo el rostro misericordioso de Dios. La samaritana es ya una mujer nueva.