+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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3 de marzo de 2018
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]o del negocio alrededor de los templos parece ser tan viejo como el hombre. Qué pronto surgen tenderetes entorno a los grandes santuarios e incluso alrededor de las humildes romerías de pueblo. Ante esto, los críticos no dudan en empuñar el látigo de la crítica, pero tampoco hay que pasarse ni caer en los puritanismos. El mantenimiento de los templos es costoso. Y, por otra parte, los peregrinos necesitan lugares para hospedarse y tiendas en que comprar algún recuerdo. Hasta algunos mendigos hacen su humilde negocio a las puertas del templo. En cualquier caso, hay que reconocer que el mercantilismo o el afán de lucro no pegan bien con los templos.
El templo de Jerusalén, orgullo y símbolo de la nación, era un lugar venerado de oración y de peregrinación por el que pasaban al año miles y miles de judíos. Era una institución tan importante que disponía hasta de moneda propia. Por eso, en los alrededores, en los mismos atrios, había cambistas y vendedores. A cambio de unas ganancias, prestaban un servicio a los fieles, que allí cambiaban y encontraban lo indispensable para hacer sus ofrendas. Es probable que María y José, cuando vinieron a presentar al Niño, adquirieran allí las tórtolas o los pichones que solían ser la ofrenda de la gente pobre. Lo grave en estas cosas es que el negocio acabe suplantando a lo realmente importante; que el santo nombre de Dios se convierta en un medio para nuestro provecho.
El que Jesús hiciera un azote de cordeles y expulsara a los cambistas y vendedores tampoco da derecho a convertirle en el Cristo guerrillero que algunos han querido presentar. Jesús, tan comprensivo con los que se reconocían pecadores, era intransigente cuando andaba por medio el honor de su Padre o la dignidad de sus hermanos los hombres.
El gesto de Jesús tiene además un significado profético: El anuncio de la sustitución del Templo por lo que era el más verdadero lugar de la presencia de Dios: su humanidad misma, donde Dios ha puesto su tienda al encarnarse en la condición humana, donde cualquier hombre puede ya encontrar a Dios sin necesidad de visado. Los judíos, como sabemos, prohibían a los gentiles el acceso al Templo bajo pena de muerte.
“¿Qué signos nos muestras para obrar así?, le preguntan los dirigentes religiosos pidiéndole cuentas por la acción realizada. “Destruid este templo y en tres días lo levantaré”. Y el evangelista añade: -“Hablaba del templo de su cuerpo”.
Cuando le reclaman signos, Jesús se niega sistemáticamente a darlos. La luz vendría por el gran signo de su muerte y de su resurrección. Bien sabía Jesús que el problema no estaría en la intensidad de los signos, sino en la ceguera del corazón.
Si Jesús ha anunciado el fin del templo, ¿qué hacemos con nuestras iglesias? Nuestras iglesias son lugares de la presencia de Dios, no sólo porque ahí está sacramentalmente presente el cuerpo de Cristo, sino también porque son, como su nombre indica, lugares de encuentro de la comunidad cristiana, que es también cuerpo de Cristo, como le gustaba decir a san Pablo. El continente está en función del contenido.
Desde que Cristo se hizo hombre y nos dejó como presencia suya al Espíritu Santo, templo de Dios es todo hombre: Por eso, exclamaba san Pablo extrañado ante ciertos comportamientos: “¿Es que no sabéis que sois templos de Dios?”. No son hipérboles poéticas. Un día habló Jesús de una inconmensurable transubstanciación: “Lo que hagáis a uno de estos mis hermanos, a mí me lo hacéis”. Desde entonces, sabemos que quien desprecia a un hombre, desprecia a Cristo mismo.
Templo de Dios es también el mundo. “Llenos están los cielos y la tierra de tu gloria” cantamos en la misa. ¿Por qué destruimos también este templo del mundo? ¿Por qué lo desertizamos a base de químicas y guerras sin sentido? ¿Por qué lo contaminamos y quemamos sin pensar que algo de Dios y también nuestros se quema? ¿Por qué no caemos en la cuenta de que nuestros desmanes antiecológicos son profanaciones del gran templo del mundo?
La cuaresma es un tiempo propicio para la contemplación. Para prepararnos al encuentro con el Resucitado, que será nuestro templo glorioso en la Jerusalén celeste, para quitar todo lo que envilece y degrada el templo que es nuestro propio cuerpo, para admirar el mundo como transparencia de la belleza misma de Dios, y no sólo como parcelas de rentabilidad inmediata.
Para eso se necesitan ojos limpios, mirada de fe. El materialismo envolvente nos da una visión plana de la realidad, nos ciega los ojos para adivinar la belleza y bondad que encierran las más pequeñas cosas. ¿Tendrá que ver algo con esta ceguera el afán destructivo que encontramos en algunos sectores de la población?