+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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13 de diciembre de 2008

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Juan Bautista es, con María, la gran figura del Adviento. Juan “había venido como testigo, para dar testimonio de la luz”. ¡Qué hermoso título! Los otros tres evangelistas le presentan como el recio predicador de la penitencia y de la conversión. El cuarto evangelio le muestra como “el testigo de la luz”, el primer testigo de Jesucristo y el primer mártir, que es como se dice en griego testigo.

 Buena parte del evangelio de Juan está traspasado por esta idea: el mundo hace un proceso a Jesús. El proceso se resume en esta cuestión: “¿Quién es este hombre?”.

Los judíos, sorprendidos, preguntaban a Juan: ¿Tú quién eres? ¿Por qué bautizas? Era la manera misma de vivir de Juan la que intrigaba y provocaba esta pregunta en sus contemporáneos. Es una frase que nos invita a interrogarnos sobre nuestro propio rol de testigos. ¿Vivimos los cristianos de tal manera que en nuestro entorno, en nuestras relaciones, nuestros colegas se interroguen sobre el secreto que da sentido a nuestra vida?

“Yo no soy el Mesías… ni el Profeta…yo soy la voz”. Tras el interrogante que suscitaba el Bautista, en el fondo lo que se buscaba era la identidad de Cristo. Esa era la verdadera cuestión que quemaba en los labios de los que preguntaban.

La respuesta de Juan es doble: Comienza por decir que él no el Mesías, para añadir seguidamente que él no pretende ser más que una voz, ¡la voz de otro!

Es una respuesta sugerente la de Juan. Hoy la Iglesia, y cada cristiano, tendríamos que retomar con coraje, como lo hicieron Juan XXIII y Pablo VI durante el Concilio Vaticano, la misma pregunta: Iglesia, cristiano, ¿qué dices ti misma, de ti mismo? ¿Por quien te tomas? Y responder con la misma humildad del Bautista: “Yo no soy Cristo, pretendo ser sólo un humilde eco de Él».

Y Juan añadía: “En medio de vosotros hay Uno a quien no conocéis”. Traducido al cristiano y a la Iglesia sería tanto como decir que lejos de ser el único lugar de presencia de Cristo, estamos convencidos de que el Cristo, a quien tantos hombres y mujeres buscan sin saberlo, está en medio de ellos, en el fondo de sus esperanzas, de sus dolores y de sus gozos, de sus luchas y de sus amores. La gran aspiración de la humanidad por la justicia ¿no es una forma de presencia del que es “toda justicia”? Cómo no alegrarnos de que crezca en el mundo el respeto por el hombre quienes sabemos que Dios, “con su encarnación se ha unido, en cierto sentido, con todo hombre”…y que “en Cristo la naturaleza humana… ha sido elevada a una dignidad sublime”. (GS.22)

Toda la vida de Jesús estuvo marcada por un cierto incógnito. Dios no viene a golpe de trompeta, no llega con el estruendo de una tormenta. No es alguien que aplaste o domine. Es como el murmullo del viento, que no se sabe de dónde viene ni a dónde va (Jn. 3, 8). Es aquel que se deja acusar y crucificar, y cuyo silencio es el espacio de la responsabilidad humana. Es el ser que escapa a nuestras tomas y razonamientos.

“No soy digno de desatarle la correa de las sandalias” añadía el Bautista. Juan es el testigo en estado puro, el que no existe sino en referencia a Otro, hasta el punto que desea disminuir para que el Otro crezca. Es sólo el amigo del Esposo, del que viene a tejer una nueva Alianza con la humanidad. Juan murió dando testimonio de Jesús desde la oscuridad de la fe, antes de ver el triunfo del Resucitado. Eso es creer de verdad.

“Yo sólo bautizo con agua” decía a los sabios de Jerusalén. Sabía que era sólo un pobre servidor (ministro), que no era él el que perdonaba los pecados. Era otro el “Cordero” que quita el pecado del mundo. (Jn.1, 28).

“Esto sucedía en Betania, al otro lado del Jordán”. No acontece la revelación de Dios en Jerusalén, donde los fariseos controlaban la Palabra de Dios, sino en tierra extranjera, a la otra parte del Jordán. El dato geográfico es tan significativo para el evangelista que hace referencia a ello dos veces. ¡Que el Señor nos abra los corazones para descubrir su misteriosa presencia en la rivera opuesta, a la otra parte del Jordán!