+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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12 de diciembre de 2009
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l tercer domingo de adviento se conoce como el domingo “laetare”, el domingo de la alegría. La austeridad propia de este tiempo queda en suspenso ante el gozo por la venida del Salvador, que se presiente próxima. La liturgia nos pide una alegría permanente, desbordante hasta el grito, el júbilo y la danza.
Pero ¿es posible la alegría con lo que está cayendo? ¿Es posible cuando sabemos de la existencia doliente de millones de niños, de las frustraciones de numerosos jóvenes, de la soledad de tantos ancianos, de la desesperanza de quienes no tienen trabajo, de la penosa situación de tantos inmigrantes, de tantas circunstancias personales y familiares amargas?
La alegría es posible y necesaria porque, a pesar de todos los pesares, somos frutos del amor y de la gracia, porque estamos llamados a poner alegría y consuelo donde hay tristeza y pena; porque Dios nos ama, y ama con especial ternura a los que más sufren: “del más chiquito tiene Dios memoria”. (B. de las Casas). La alegría es posible porque Cristo se ha hecho gracia para todos, porque la alegría es un don del Espíritu Santo.
Los paisanos que acudía a recibir el bautismo de Juan eran, por lo general, gente sencilla, realista y buena. Tras escuchar la predicación del Bautista, le preguntaban: ¿Qué tenemos que hacer? La contestación de Juan es clara, neta, precisa, remite a algo tan normal y corriente, tan de todos los días como el comer y el vestir, pues ahí ha de manifestarse “corporalmente” la conversión, el cambio del corazón: “El que tenga dos túnicas, que las comparta con el que no tiene; y lo mismo haga el que tiene comida”.
Para verificar la autenticidad de nuestra fe y la sinceridad de nuestra conversión no es necesario acudir a gruesos tratados teológicos, bastaría mirar al armario, a la despensa o a la cuenta corriente.
Entre la gente que acudía para ser bautizada, Lucas destaca dos categorías de personas: los recaudadores de impuestos y los militares. Los primeros tenían fama de corruptos; los segundos, luciendo con prepotencia sus armaduras, acostumbraban a vejar a la gente y abusar del poder. Ellos también preguntaban: “¿Y nosotros, qué tenemos que hacer? – No exijáis más de lo fijado”, decía a unos. -“No uséis la violencia ni la distorsión, contentaos con vuestro sueldo”, decía a los otros.
Si queremos prepararnos convenientemente a la venida del Señor, tendríamos que preguntarnos cada uno, según su estado y profesión, cuáles son nuestros pecados: los del sacerdote, los del religioso y los del laico; los del profesor y los del enfermero; los del funcionario o el asalariado y los del hombre de empresa; los del político y los del que presume a de apolítico; los de los hijos y los de los padres.
Juan, a tono con la sensibilidad y los problemas de hoy, seguramente nos invitaría a trabajar por la paz, a levantar banderas de justicia contra toda forma de corrupción, a defender la vida desde su concepción hasta su término natural, a acoger a los excluidos, a velar por le buen uso de la naturaleza, a devolver la esperanza a los que la han perdido, a aprender la parábola del compartir para no dar sólo de lo que nos sobra, porque hay muchos hermanos que lo están pasando mal, a olvidar los rencores y a multiplicar los abrazos.
Ahí podría acabar todo, en un cambio humano y social. Pero parece que la gente esperaba algo más. Lucas cambia el lenguaje. Las “multitudes” se convierten ahora en “pueblo”. Dice el evangelista: “El pueblo estaba en expectante, y todos se preguntaban en sus corazones si Juan sería el Mesías”. No esperan sólo algo, sino a Alguien, como si su aspiración fundamental fuera un deseo hondo, escondido en el corazón, que no sabían o no se atrevían a formular. Y Juan, que sabía leer en el corazón de la gente, les invita ahora a abrir sus corazones para el encuentro de Aquel que viene hacia ellos como Salvador: “Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”. Me parece ésta la parte central del relato. La conversión que Dios nos pide es prácticamente imposible para las fuerzas humanas. Es necesaria la intervención de Dios. Sabemos que cada sacramento, antes y más que un acto humano, es una acción de Dios. Y para describir esa acción, Juan utiliza tres imágenes: la inmersión, el viento y el fuego, los signos del Espíritu. La venida de Jesús sería como la hora de la trilla, hora de aventar la paja y recoger el grano. “Con estas exhortaciones, anunciaba Juan al pueblo la Buena Nueva”, concluye el evangelista Lucas. Nada de anuncios terribles. Lo suyo es una Buena Noticia. La venida de Jesús someterá todo a juicio. Con el bieldo de su Palabra Jesús irá separando el trigo de la paja. Poco a poco, sin prisas, pero sin pausas.