+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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11 de diciembre de 2010
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]S[/fusion_dropcap]eguimos, en el tercer domingo de Adviento, acompañados por Juan el Bautista. Juan está ahora en la cárcel de Maqueronte, encarcelado por Herodes en las mazmorras de un viejo castillo engastado en un rocoso del desierto de Moab.
Probablemente Juan también participaba de algunas de las corrientes mesiánicas de su tiempo: Un Mesías justiciero que libraría a Israel de sus enemigos, que vendría empuñando el hacha para cortar todo árbol improductivo, que traería el bieldo en la mano para separar el trigo y aventar la paja. Pero las noticias que le llegan a Juan por sus discípulos le desconciertan. ¿No se habrá equivocado? Porque resulta que el Mesías a cuyo anuncio él se había entregado en cuerpo y alma no se impone por la fuerza, no arrasa con poder. A la oscuridad de la mazmorra se suma otra oscuridad en el alma del Bautista.
Hay personas que, para eludir el riesgo de afrontar la duda y las preguntas decisivas de la existencia, eluden la búsqueda de un sentido a la misma. Un sentido que atrae, pero que no se deja poseer plenamente, que nunca se deja reducir, por muy razonable que sea, ni siquiera a nuestros cálculos religiosos. Pero Juan no es de esa clase de personas.
Sabe Juan que lo más probable es que de aquella cárcel no salga con vida. Frente a la propia muerte es normal que una persona se pregunte qué sentido ha tenido su vida. La situaciones extremas suscitan siempre preguntas radicales, que Juan, hombre de coherencias, no elude. Por eso, envía a sus discípulos a Jesús con la pregunta que lacera su alma. “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”. La confianza en Dios no está exenta de momentos de crisis.
Es una buena pregunta para el creyente y para el no creyente, para el hombre del siglo XXI, para todo hombre que, por muy grande y autosuficiente que se crea, si se toma en serio, no debe eludir. Dios nos desconcierta siempre que esperamos que responda a la imagen que nos formamos de él: ¿Por qué no libra a los que están encarcelados por su causa? ¿Por qué la palabra profética es silenciada por alguien tan estúpido como Herodes? ¿Por qué Dios calla cuando tantos le acusan? ¿Por qué tanto mal, tanto sufrimiento y tanta muerte en su creación?
Jesús les respondió: “Id a decir a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la Buena Nueva”.
Jesús no responde directamente a la cuestión que se le ha planteado. No dice que “Éles el que tenía que venir”. Provoca a que sea Juan mismo quien encuentre la respuesta. Remite a la Sagrada Escritura, a unos pasajes de Isaías, que indican qué mesianismo es el suyo: Un mesianismo que no se manifiesta en gestos triunfalistas y justicieros, sino por la cercanía y compasión hacia los desfavorecidos y los que sufren: ciegos, cojos, sordos, leprosos… El sentido profundo de su acción se descubre sobre todo en los dos últimos enunciados: los muertos resucitan y los pobres son evangelizados.
El silencio de Dios es el espacio de nuestra responsabilidad. Las preguntas que nos surgen en el seguimiento de Jesús, las dudas que formulamos contra Dios nos reenvían a nosotros mismos: El verdadero signo de que el Reino de Dios está ahí, de que ha comenzado, es que la fuerza del Dios que es amor ha irrumpido en el mundo.
La respuesta de Jesús a Juan Bautista se convierte para cada cristiano y para la Iglesia en una inquietante pregunta: ¿Somos la comunidad de amor de Jesús y de su Buena Noticia? ¿Seguimos ofreciendo los signos de Jesús?
Cuando Jesús acabó de decir estas palabras, añadió: «Dichoso aquel que no se escandalice de mi». ¡Dichosos nosotros si sabemos descubrir en la fragilidad inerme del niño de Belén la respuesta más efectiva a las más hondas aspiraciones humanas!
Paradójicamente, Juan, el predicador al que veíamos el domingo pasado a la orilla del Jordán invitando a la gente a convertirse, es invitado él mismo a dar un paso más hondo en su fe, a creer en Dios incluso en su cautividad, a aceptar no su liberación por un Dios omnipotente, sino la propia muerte en comunión con la muerte del Mesías en la cruz.
Cuando se marchan los enviados, Jesús hace el elogio de Juan Bautista: “En verdad en verdad os digo: No ha existido entre los hombres otro más grande que Juan Bautista, y sin embargo, el más pequeño en el Reino es más grande que Juan Bautista”.
Jesús tiene conciencia de que su presencia provoca una verdadera mutación histórica. Hay un “antes de él” y un “después de él”. Ha comenzado una era nueva. Por eso, puede decir que el más santo y más grande en el Antiguo Testamento es menor que el más pequeño de la nueva era que ha comenzado, encarnada en Él, que se hizo el más pequeño.
Desde que Dios se encarnó, asumiendo la condición de Siervo, la grandeza y el poder en su Reino consisten en hacerse pequeños. Juan Bautista, en su dura prueba, tuvo que aprender esta lección. Una buena lección también para nosotros en este Adviento del siglo XXI, que en la próxima Navidad seremos provocados a reconocer al Salvador en alguien tan inerme y tan débil como un recién nacido, acostado en un pesebre. Y, sin embargo, “en Él estaba la vida, y esa vida es luz para el mundo”, nos gritará el evangelista Juan.